Trescientos ocho años después de la conquista de Gibraltar por la Royal Navy, casi tres siglos después de haber cedido el territorio por el Tratado de Utrecht (1713) al Reino Unido, España sigue dividida y un tanto perdida sobre la forma de recuperarlo.
El retorno de los socialistas y laboristas al Gobierno gibraltareño tras las últimas elecciones en el Peñón, y la victoria del PP en noviembre en España han paralizado el proceso diplomático abierto en 2004 y han endurecido las posiciones de Madrid y de Gibraltar.
Se ha roto el marco tripartido de negociación de Zapatero, hay que recomponer el esquema de relaciones y todos aprovechan el vacío para mejorar sus posiciones.
El apoyo de la ONU a la descolonización del Peñón desde mediados de los 60 hace tiempo que se convirtió en una rutina anual, sin ningún efecto concreto, mientras, en silencio, los británicos fueron adaptando la base militar a las nuevas guerras en el Mediterráneo, África, el Atlántico y Oriente Medio, y los gibraltareños siguieron arañando independencia con hechos consumados.
Como recordaba Gerald Grant en su informe para Policy Review de 2003, la devolución de Gibraltar a España sentaría “un precedente que abriría nuevas y viejas heridas contrarias a los intereses de América en una Europa estable”. Los EE.UU., en consecuencia, nunca han apoyado la recuperación de Gibraltar por España.
Jamás olvidaré la inocencia de Fernando Morán en el primer viaje de Felipe González como presidente del Gobierno a Washington, cuando nos decía en el avión que iba a pedir ayuda a la Administración Reagan para recuperar Gibraltar.
En contra del Foreign Office, Tony Blair se dejó llevar por los cantos de sirena de Aznar y aceptó resolver de una vez por todas el litigio a cambio de un aliado estratégico firme en el sur de Europa. Siendo secretario del Foreign Office, Geoffrey Howe reconoció que “el Reino Unido sólo devolvería Gibraltar a España cuando España fuera China”, es decir nunca. Esa había sido la posición oficial de Londres hasta entonces.
Esa actitud dominó también el llamado proceso de Bruselas que, aparte de la apertura de la verja y la normalización progresiva de relaciones, apenas dio resultados tangibles para el Gobierno español y para los ayuntamientos del Campo de Gibraltar, pero la apuesta decidida de Aznar por Blair y Bush tras el 11-S facilitó un borrador de acuerdo para compartir la soberanía.
Las condiciones británicas del acuerdo, el recelo de los EE.UU., el veto del almirantazgo a tocar su control sobre la base militar, las posibles repercusiones del acuerdo en las relaciones entre Marruecos y España, siempre con Ceuta y Melilla como telón de fondo, el efecto dominó que podía tener en las autonomías españolas más díscolas y la supeditación del texto al apoyo de los gibraltareños en referéndum convirtieron el pacto, prácticamente atado en junio de 2002, en otro papel mojado.
Tras su victoria en 2004, el Gobierno Zapatero admitió por primera vez a Gibraltar en la negociación (el llamado Foro Tripartito de Diálogo) a cambio de que no se hablara de soberanía. De este modo empezaron a resolverse los problemas concretos –pensiones, visados, comunicaciones, medio ambiente, fiscalidad, seguridad, aeropuerto, aduanas, etcétera- que llevaban estancados muchos años.
Lo que había sido, con Aznar, una negociación al más alto nivel, se redujo a debates técnicos, complementados por reuniones ministeriales anuales. Lo que había sido siempre un foro bilateral hispano-británico, se abrió a los gibraltareños, dándoles un estatus que nunca habían tenido.
El equipo de Miguel A. Moratinos siempre negó cualquier efecto jurídico en relación con la soberanía, pero reconoció que, posiblemente, falló en la fecha elegida para el acuerdo de Madrid, el 27 de octubre de 2004, y en la forma de explicarlo.
El 8 y 9 de diciembre de aquel año, reunido en Kent (sur de Gran Bretaña), con la participación de los directores generales para Europa de Exteriores y del Foreign Office, y del ministro principal de Gibraltar, Peter Caruana, se ponía en marcha el nuevo proceso de negociaciones, en palabras de los protagonistas “separado del Proceso de Bruselas, con una agenda abierta, con voz propia y separada de cada parte, poder de veto de cada una de ellas, reuniones ministeriales al menos cada 12 meses, posibilidad de crear los Grupos de Trabajo necesarios y teniendo siempre en cuenta la actuación de la Comisión Mixta de Cooperación establecida un mes antes entre la Mancomunidad de Municipios del Campo de Gibraltar y el Gobierno de Gibraltar”.
Por 184 votos contra 142, todos los grupos parlamentarios españoles, con la excepción del PP, apoyaron el nuevo foro de diálogo a tres bandas sobre Gibraltar. “Con eso ustedes han quebrado el principio fundamental del artículo X del Tratado de Utrecht, porque no han tenido en cuenta que sólo hay dos posibilidades: la retrocesión a España o la permanencia en el estatuto colonial”, afirmaba Gustavo de Arístegui, portavoz del PP, en el debate. “A través de sus torpezas, de sus tropiezos y sus calamidades en política exterior han logrado que por vez primera la colonia tenga voz, tenga veto y tenga la posibilidad de construir una entelequia que es la tercera vía para considerarse a sí mismos pueblo soberano y tratar de lograr una independencia a través de la autodeterminación; eso es lo que han logrado, señorías”.
En su respuesta, el portavoz del PSOE, Rafael Estrella, negó rotundamente que el Gobierno hubiese renunciado a las posiciones de principio de España. “Sólo hay un marco jurídico y ustedes lo saben”, dijo. “Sólo hay dos banderas y tres voces. Gibraltar no puede ser ni va a ser un Estado soberano… Hay un compromiso de entendimiento y no otra cosa. Sólo hay retos y oportunidades para los españoles y para los británicos, también para los gibraltareños. Es una nueva estrategia en el objetivo, desde los principios y en la dirección de los gobiernos y de los ministros anteriores: Piqué y Matutes”.
Con su nueva estrategia, el Gobierno Zapatero empezaba a reconocer en público lo que sus antecesores siempre aceptaron en privado: que no se puede decidir nada sobre Gibraltar contra los gibraltareños a no ser que estés dispuesto a enviar los tanques. Para entender el cambio, hay que remontarse a la Declaración de Lisboa, de 1980, en la que Marcelino Oreja logra poner en marcha una estrategia a largo plazo que, posiblemente, pocos políticos españoles se han creído: abrir dos vías de diálogo, sobre soberanía y sobre cooperación. Hablar de cooperación era reconocer, de alguna manera, el fracaso de la Doctrina Castiella.
Apenas se avanzó en ninguna de las vías, pero en 1984, con la Declaración de Bruselas, se reafirmaron los principios. En el 87 se llega al acuerdo del aeropuerto, forzado más por la liberalización del espacio aéreo de la UE que por las presiones españolas, y en una de sus cláusulas se condicionó la operatividad del mismo a “las disposiciones locales necesarias”, es decir, a lo que quiera Gibraltar. Algunos interpretaron de forma distinta el texto, agarrándose a la referencia a la segunda terminal en territorio español. El hecho es que el acuerdo no se ejecutó, llegó John Major y todo quedó parado.
En 1997, con Aznar ya en Moncloa, en la Declaración de Matutes, se recupera la idea de cosoberanía, latente desde los años de Fernando Morán en Exteriores, que deja muy claro que los británicos consultarán a los gibraltareños. Los británicos dan por no visto el papel de Matutes y el proceso queda paralizado hasta el 99, cuando Blair pide el apoyo de Aznar en cuestiones importantes como la agenda de Lisboa. Para compensar a Aznar, que le apoya ciegamente en su relación con Bush tras el 11-S, acaba aceptando el llamado Acuerdo de cosoberanía, acuerdo que, aunque haya quedado aparcado, el Gobierno Zapatero, según me confesaron en más de una ocasión algunos de sus miembros, siguió considerando muy importante como referencia para el futuro.
Desde el 2000, cuando se empezó a negociar, España y Gran Bretaña invitaron al primer ministro de Gibraltar a participar en la delegación británica con el compromiso de respetar plenamente el estatus gibraltareño. Caruana entonces lo rechazó, convencido de que ya había un acuerdo entre Aznar y Blair a sus espaldas. El hecho es que quedaron pendientes de acuerdo dos problemas: la duración de la cosoberanía y el ejercicio de la cosoberanía sobre la base militar, que el Ministerio de Defensa británico rechazó de plano. La respuesta de Caruana fue convocar un referéndum, que ganó con un 98 por ciento de los votos, en el que los gibraltareños rechazaron en 2002 cualquier cesión de soberanía a España, aunque sea parcial.
Con su nueva estrategia, por lo tanto, el Gobierno Zapatero reanudó la vía de la cooperación sin renunciar a reanudar, cuando las condiciones lo permitiesen, la vía de la soberanía. Lo que para el PP fue un giro radical en la política exterior española y otro regalo diplomático sin sentido, para los que participaban más de cerca en el contencioso ”no fue más que la vuelta al primer plano de la acción política de un planteamiento que, como mínimo, tiene veinte años y que siempre se ha conocido como política de población”, escribía Luis Romero Bartumeus, miembro del Gabinete de la Presidencia de la Mancomunidad de Municipios del Campo de Gibraltar, en su análisis para el Instituto Elcano.
“La agenda abierta, por otro lado, no significa ni más ni menos que la fórmula semántica necesaria para desbloquear una obstinada y repetida realidad: sin la participación y hasta sin el visto bueno de las autoridades locales de Gibraltar, nada de lo que discutieran los dos Estados tenía ninguna posibilidad de salir adelante”, concluye.
En el derecho internacional, parece obvio que España salió perdiendo, pero por fin empezaron a resolverse los problemas más graves relacionados con los pensionistas españoles, el aeropuerto y la lucha contre el crimen organizado. La eliminación del blindaje de Gibraltar como paraíso fiscal no empezó hasta 2009 por las presiones del G-20 tras la crisis financiera y aún queda mucho por hacer.
La insistencia del Gobierno Zapatero de que España no ha cedido ni un centímetro en el ámbito de la soberanía suena bien, pero sirve de poco cuando fragatas británicas impiden, como vienen haciendo periódicamente, que España ejerza su soberanía en las aguas de Gibraltar.
El diálogo tripartido benefició a las tres partes, pero mucho más a los británicos y a los gibraltareños que a los españoles. El Gobierno Zapatero encontró en el británico un aliado en el G-20 y en otros foros internacionales, pero nunca ofreció una explicación convincente de esos efectos positivos.
Con su visita a Gibraltar en 2009 para asistir a la tercera reunión ministerial del Foro, la primera visita de un ministro español al territorio, Miguel Angel Moratinos, aunque reiteró hasta la saciedad que no cambiaba un ápice la posición de España sobre soberanía, debilitó la oposición tradicional española a visitas de dirigentes extranjeros a la colonia británica.
Lo que debería haber sido siempre una política de estado se convirtió más que nunca en una de las más partidistas. Se rompía así uno de los compromisos nacionales más importantes del llamado Decálogo sobre Seguridad y Política Exterior de 1984, haciendo de nuevo un flaco servicio a los intereses españoles. (Publicada en en elmundo.es el 20 de mayo de 2012)