Hay cuatro revoluciones en marcha, estrechamente ligadas entre sí. Y casi todas, menos una, tienen costes importantes que habrá que asumir para gestionarlas, no digamos ya superarlas. De hecho, en parte esos costes ya se están pagando. Una es la revolución tecnológica. La segunda es el cambio geopolítico mundial sobre todo con el ascenso de China y las reticencias y resistencias que está provocando. La tercera es el cambio climático, y las medidas para frenarlo. Finalmente, está la revolución de la mujer y su lugar en la sociedad y en la economía.
La Cuarta Revolución Industrial está en marcha desde hace algún tiempo. De hecho, la crisis, más larga en este país, tapó en parte su entrada. Aporta muchos avances, pero también puede comportar costes en términos de empleo, trabajo (son dos cosas diferentes) y salarios o ingresos, con una polarización del mercado y un vaciamiento del centro y de las clases medias.
Es esta revolución tecnológica, de diversas dimensiones, la que está detrás de una profunda transformación geopolítica, que, de confirmarse, puede marcar el mundo. Pues Estados Unidos y China se han enzarzado en una carrera por la supremacía tecnológica que puede ir mucho más allá y dividir el mundo en ecosistemas tecnológicos enfrentados, que haga antagónicos sus sistemas políticos, económicos y militares. Si se confirma, y no es sólo una cuestión de Trump, Europa y otras regiones político-geográficas se verán atrapadas por un nuevo tipo de tensión confrontacional, aunque muy distinta de lo que fuera la bipolar Guerra Fría entre EEUU y la entonces Unión Soviética. Europa tendrá más dificultades para defender, no digamos ya el espejismo de exportar —salvo en alguna materia de regulación— sus valores. El vendaval geopolítico puede poner en un brete la globalización y la gobernanza global, incluida la gestión del cambio climático. Y acabar rebotando internamente en nuestras sociedades.
Joseph Stiglitz considera que la crisis climática es nuestra tercera guerra mundial y requiere una respuesta osada. Afrontarla exige cooperación global, en lo que hay una contradicción entre unos Estados Unidos con Trump que marchan hacia atrás en este terreno, y una China y una Europa que apoyan el acuerdo de París, cuyo cumplimiento se aleja, aunque la primera está arruinando su medio ambiente en aras del crecimiento económico.