
«Monumento a Goya», Mariano Benlliure, 1902. Fragmento de una foto de ©Antonello Dellanotte. Fuente: www.benlliure2022.com
Prólogo
La presencia de Goya me ha perseguido desde que me instalé en Burdeos. El azar quiso que me cruzara todos los días con su imponente estatua de bronce cuando vivía cerca del Jardin Public. Alquilé una buhardilla en un edificio situado en Cours de Verdun, a escasos pasos de este parque tan elegante, de aire británico. Recuerdo que entonces estaba terminando mi tesis y después de largas horas sentada frente a mi ordenador iba cada tarde a dar una o dos vueltas por el camino más largo que circunvala el interior del Jardin Public. Me emocionaba encontrarme con la escultura de este genial compatriota, que figuraba ya entre mis pintores favoritos. Veía a Goya nada más pasar por el majestuoso portalón de entrada al parque. Allí estaba. De pie, solemne. Vestido con un largo abrigo que le llegaba casi hasta los pies y con su sombrero de copa en la mano. Me saludaba, yo le saludaba. Era mi ritual cotidiano.
Aquella época de encierro estudioso me llevó a dar otros paseos por la ciudad. Algunos terminaban en la visita de la iglesia de Notre-Dame, donde se celebró el funeral de Goya. Es la parroquia más española de Burdeos, por su estilo barroco, repleta de capillas con santos y vírgenes. Me hacía sentir en una iglesia de mi país. Pensar que el artista también estuvo aquí me acompañaba.
Fuente: Fronterad