Les invito a abrir conmigo el mapa de la actualidad en Oriente Medio y el Norte de África. Vemos, con más fuerza que nunca, las dos caras –Jano y Minerva, guerra y paz, conflicto y cooperación- de la naturaleza humana y de la sociedad internacional que tan brillantemente describió Raymond Aron: matanzas indiscriminadas en Siria y Yemen, millones de egipcios en las urnas y una Libia fragmentada, sin el consenso tribal imprescindible para iniciar con éxito la construcción del nuevo régimen sobre fundamentos más seguros que el de Gadafi.
El futuro de Oriente Medio se juega hoy, fundamentalmente, en cinco países: Siria, Egipto, Arabia Saudí, Israel e Irán.
LA SITUACIÓN EN SIRIA me recuerda bastante los primeros años de las guerras balcánicas de los 90: las grandes potencias divididas, miedo a intervenir con fuerzas de tierra y con un mandato firme, asimetría total de los contendientes sobre el terreno, mediadores y observadores internacionales atados de pies y manos, peligro de desestabilización regional y un dictador dispuesto a aplastar a sus adversarios sin contemplaciones.
El acuerdo de alto el fuego de seis puntos negociado por Kofi Annan en abril no se está respetando, las negociaciones previstas dependen de la voluntad de Asad y las sanciones internacionales son ineficaces porque Rusia, Irán y Venezuela, entre otros, no las aprueban y están boicoteándolas lo mejor que pueden.
La nueva constitución, aprobada –según el Gobierno- por el 89 por ciento de los votos con una participación del 60 por ciento el 27 de febrero y las elecciones legislativas del 7 de mayo han sido rechazadas por las potencias occidentales y por la oposición como farsas circenses.
Así las cosas, el corresponsal en Washington de Reuters, Bern Debusmann, escribía el 21 de mayo: “Una solución pacífica en Siria parece remota y cabe preguntarse si Asad sobrevivirá a Obama en el poder. El presidente estadounidense no tiene asegurada la reelección en noviembre, mientras que las posibilidades del régimen de Asad (“el muerto andante” lo llaman en el departamento de Estado) de llegar hasta 2013 mejora cada día que pasa”.
No creo que la resolución aprobada el domingo por el Consejo de Seguridad condenando por unanimidad las últimas matanzas cambie sustancialmente las cosas a corto plazo, aunque no podemos olvidar cómo acabó Somoza con la paciencia de Carter en 1979 o Milosevic con la de Clinton en 1995.
¿Por qué Rusia, a pesar del desgaste internacional que representa, sigue apoyando como lo hace a Assad? Es, con Irán, su mejor cliente militar en la región. No quiere perder su única base naval en el Mediterráneo (la de Tartus) y la tensión en Oriente Medio es su mejor garantía de precios altos del petróleo, su fuente principal de divisas. En fin, se sintió engañada en Libia…
EGIPTO se prepara para la segunda vuelta de las presidenciales, los días 16 y 17, más dividido que nunca desde la destitución de Hosni Mubarak.
Todo indica, si no hay pucherazo, que ganará Morsi, el candidato de los Hermanos Musulmanes, con lo que el movimiento islámico más importante del mundo árabe controlará, aparte de la Mezquita, el Legislativo y el Ejecutivo.
Dando por hecho que el Ejército, de momento el bastión del sistema egipcio, no le impedirá acceder a la presidencia, es previsible que la batalla a partir del 1 de julio se librará en el debate constitucional iniciado hace meses.
¿Qué poderes tendrán el nuevo presidente y el legislativo? ¿Renunciará el Ejército a sus privilegios? ¿Es compatible el mantenimiento de esos privilegios con un sistema político más abierto como el que reclaman en la calle los manifestantes que llenaron durante semanas la plaza Tahrir? ¿Aceptará el Ejército a un civil –y encima de los Hermanos Musulmanes- como Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas?
Por ley (la Ley 49 de 1974), los presupuestos y la política de armamento dependen de los militares. En las directrices distribuidas por los mandos de las Fuerzas Armadas sobre la Constitución que desean incluyen su independencia del poder civil y poder de veto sobre el texto que finalmente se apruebe.
Todo indica que exigirán también, como hizo Pinochet cuando, tras perder el referéndum, cedió el poder a los civiles en Chile, blindaje contra posibles cazas de brujas por corrupción y la protección de sus intereses económicos. Se calcula entre un 10 y un 25 por ciento la parte de la economía egipcia controlada por las Fuerzas Armadas.
Egipto se encuentra, pues, en una encrucijada de caminos: uno parece conducir a una teocracia plural mucho más suave que la iraní, otro hacia una democracia a la turca. Uno apunta hacia un régimen militar con instituciones civiles democráticas, otro hacia una democracia con el Ejército en retirada.
Por su posición estratégica central en el mundo árabe, la opción que, finalmente, se elija o se imponga, y la forma en que se haga, determinarán el nuevo equilibrio de fuerzas en la región. Toda la región se verá afectada por la opción que triunfe en Egipto.
Si la balanza se inclina a favor del modelo turco, los impulsores de las reformas de los últimos 18 meses saldrán reforzados y los dictadores que siguen aferrados al poder en la zona se verán más aislados. Una dictadura militar administrada por los islamistas, destruirá la legitimidad de ambas instituciones y empujará al país más importante de Oriente Medio hacia escenarios de represión, golpismo y nuevas crisis regionales.
ARABIA SAUDÍ sigue siendo, con Israel, el ancla principal de los intereses occidentales en Oriente Medio, pero el 11-S primero y la primavera árabe en el último año y medio han modificado de forma radical los términos de esa relación.
Se sintió ninguneada por los EE.UU. en la respuesta al 11-S y maltratada en la intervención en Irak. Sigue sin comprender cómo Washington pudo regalar semejante baza estratégica a Irán dentro de Irak. Apostó por Mubarak contra los manifestantes y pidió inútilmente a Washington que hiciera lo mismo. Ha dado por perdido el apoyo de los EE.UU. a una solución digna del problema palestino y cada día depende más, en sus relaciones económicas, de Asia (China, India…) que de Occidente.
Por su parte, los EE.UU. contemplan con impotencia el radicalismo islámico salafista que sigue exportando Arabia Saudí y sus intervenciones en Bahrain y Yemen en defensa de regímenes despóticos, pero están mucho más preocupados por el riesgo de inestabilidad de una Casa Real dirigida por un monarca que ronda los 90 años, gravemente enfermo y que tuvo que cambiar de sucesor hace apenas medio año por uno de los príncipes más inflexibles de la familia.
Aunque Arabia Saudí comparte muchos de los males políticos, económicos y sociales que han forzado la salida de los dictadores de Egipto, Libia, Túnez y Yemen, Ryad evitó graves disturbios en 2011 multiplicando –cosa que no pudieron hacer en Cairo, Sanaa, Túnez o Trípoli- los subsidios para vivienda, aumentado los salarios, creando otros 60.000 puestos en las Fuerzas de Seguridad y comprando la aquiescencia de la Mezquita con obras faraónicas en los lugares santos de Medina y la Meca.
Concesiones a la mujer como el derecho al voto en las municipales y a participar en la reunión anual del Consejo de la Shoura también fueron bien recibidas, pero están muy lejos de lo que las nuevas generaciones árabes demandan y sólo servirán para ganar un poco de tiempo.
Es tal el miedo a verse arrastrada por la presión reformista en la región y a la consolidación de Irán como potencia en la zona que, como muralla defensiva, la Casa Real saudí ha propuesto la formación de una Federación con sus cinco vecinos del Golfo Pérsico y se ha declarado dispuesta a financiar generosamente a quienes le apoyen tirando del superávit de casi 200.000 millones de dólares previsto en el presupuesto de 2012.
La oposición de Bahrein y los dirigentes de Kuwait, Qatar y Omán han mostrado poco entusiasmo con la idea por temor a perder su independencia y su identidad.
Lejos de darse por vencidos, los saudíes han iniciado conversaciones incluso con las monarquías marroquí y jordana para que se sumen a su soñada “alianza contra las reformas”, con ciertas reminiscencias del concierto de Viena de 1815 tras la derrota de Napoleón.
Algunos ven una grave contradicción en el apoyo saudí a los rebeldes sirios y su rechazo de las reformas en la región. La explicación es bien sencilla: su primer enemigo es Irán y apoya a los rebeldes sirios para debilitar a Irán y a Hizbulá. Al mismo tiempo, regala mil millones de dólares al Consejo de las Fuerzas Armadas egipcias para que frenen los cambios y, cómo no, para equilibrar la ayuda que Irán está prestando a El Cairo.
El vendaval árabe del último año y medio podemos verlo desde infinidad de espejos:
- Para muchos occidentales es otra revolución histórica comparable a la de 1848 en Francia.
- Para otros, los que han vivido de cerca las transformaciones democráticas del último medio siglo, se trata de la cuarta –quinta si separamos los casos de Asia y África- oleada democratizadora desde mediados de los 70, que cambió el sur de Europa, América Latina y Europa central y oriental.
- Para algunos de los principales arabistas, estamos ante el tercer despertar popular en la historia moderna del mundo árabe.
Como en cualquier proceso de tal envergadura, es impensable esperar que el péndulo –siguiendo la metáfora de Edward Carr para describir el periodo de entreguerras- recupere el equilibrio perdido en el mundo árabe en poco tiempo. La historia no funciona de esa manera. Requiere tiempo, algo que la revolución de las comunicaciones, en el mundo virtual, ha reducido al mínimo.
Como observó el historiador romano Tácito, “el mejor día tras un mal emperador es el primero”. Si la transición española se inició a finales de los 60 y no se cerró hasta los años 80, deberíamos ser muy prudentes al emitir juicios sobre los avances y retrocesos en la iniciada en el norte de África y Oriente Medio en diciembre de 2010.
Como escribe el responsable de la región en la Institución Hoover de Stanford, Fouad Ajami, toda transformación histórica lleva dentro de sí “peligro y promesa, la posibilidad de cárcel y la posibilidad de libertad”.
Tras la sacudida de 2011, todo el Norte de África y Oriente Medio ha entrado en un proceso de reformas constitucionales: unos para construir regímenes nuevos, otros para salvar el que tienen.
En todas ellas se juegan, aparte de la consolidación de sistemas más plurales y democráticos, que las esperanzas puestas por millones de árabes, sobre todo las generaciones más jóvenes, no se vean frustradas de nuevos y busquen salidas más radicales.
Es demasiado pronto e injusto, sin embargo, desautorizar, como hace ahora el gurú el fin de la historia, Francis Kukuyama, los procesos en marcha calificándolos de “excelentes en la destrucción, pero desastrosos en la construcción” de regímenes nuevos.
“Un proceso constitucional que finaliza con éxito es el antídoto tanto para el autoritarismo como para la secesión”, escribe en Afkar/Ideas el abogado y ex candidato presidencial libanés Chibli Mallat, dedicado hoy a la docencia en una Universidad de Utah.
“Un proceso constitucional representa, con el tiempo, la encarnación de la no violencia”, añade. “En Oriente Próximo, la agitación política abre ventanas sin precedentes a una era constitucional, sobre todo en los países en los que el jefe del Estado ha caído. Es una marea que debe apreciarse durante una década como mínimo. Todavía es demasiado pronto para hacer conjeturas sobre el éxito de la transición, pero el momento para el debate constitucional sobre el futuro de Oriente Próximo ha llegado”.
Añade Mallat:
La configuración nacional de cada revolución en ciernes es diferente, pero la distinción entre monarquías y repúblicas sienta un patrón discernible. La diferencia entre monarcas, emires y sultanes, por un lado, y presidentes de por vida con tintes dinásticos (puesto en práctica por la familia Asad en junio de 2000), por otro, conlleva consecuencias reales.
Las revoluciones en las monarquías árabes toleran una visión del futuro en la que el jefe de Estado no acaba derrocado. Sin embargo, por muy arraigado que esté el presidente dictatorial en una república, la premisa republicana subyacente es la transferencia de poder no dinástica.
Esto es obviamente diferente en una monarquía. Un monarca absoluto, que en la práctica funciona como un presidente dictatorial, nunca puede dar a entender su voluntad de marcharse. Puede abdicar, eso sí, y si la abdicación es absoluta, lo natural es que le siga una república. También puede abdicar en favor de un hijo o un hermano.
Todo esto ha ocurrido en el siglo XX en momentos de crisis, pero en la revolución de 2011 parece haber un elemento nuevo, es decir, una ventana a una “monarquía constitucional” que añade un importante matiz. Omán, Arabia Saudí, Jordania, Marruecos, Kuwait, e incluso Emiratos Árabes Unidos han vivido problemas sin precedentes como parte de la revolución en Oriente Medio. En las monarquías, las manifestaciones callejeras y los escritos de los disidentes han tendido por lo general a quedarse cortos en su exigencia de que el monarca se marche.
En general, las diversas respuestas de diferentes gobernantes absolutos de Oriente Próximo son parte de una panoplia que parece un intento inútil de responder al mensaje central de la revolución: la dictadura debe terminar, y el poder ejecutivo del gobernante se ha terminado.
El debate sobre la reforma constitucional, cuando tiene lugar en el contexto de un dictador que no está dispuesto a abandonar el poder de forma inmediata, está profundamente distorsionado porque parte de la base de una línea divisoria de legitimidad que funciona sobre un eje binario: el gobernante está decidido a conservar el poder, la revolución está decidida a poner fin a su régimen.
En consecuencia, el sistema constitucional de la revolución de 2011 en Oriente Próximo se ve lastrado por un escenario complejo en el que el cambio constitucional como es debido se basa en última instancia en el fin del régimen del dictador, ya se trate de un monarca o un presidente. Túnez y Egipto son, por consiguiente, las más importantes para la experimentación constitucional. En el resto, las reformas constitucionales pueden tocar áreas de importancia relativa, pero se quedan cortas por definición a la hora de efectuar un cambio en lo más alto.
Las claves, en mi opinión, para evaluar los resultados –las nuevas constituciones- son el papel de la religión, las garantías de alternancia en elecciones suficientemente limpias, los derechos de la mujer y de las minorías, el vínculo entre civiles y militares, y las relaciones con Israel. Siempre, teniendo en cuenta que, mucho más importante que lo que se escriba en una Carta Magna es cómo se aplique.
¿Dónde nos encontramos en junio de 2012?
Primero lo más positivo: millones de árabes votando en libertad por primera vez, tiranos en retirada, Al Qaeda debilitada, la Liga Árabe reactivada, Israel y las potencias occidentales buscando una nueva estrategia para la región que deberá tener en cuenta, además de los intereses de siempre, los valores que supuestamente defendemos, la integración magrebí tal vez –sólo tal vez- resucitada, y el Islam político en posiciones de poder y de responsabilidad de gobierno, lo que normalmente conduce a la moderación o a la pérdida rápida de prestigio si, como nos tememos, son incapaces de satisfacer las enormes esperanzas despertadas.
¿Lo más negativo? Es imposible no pensar, al mismo tiempo, en los fracasos de todos los intentos previos de reformas democráticas en el mundo árabe y en el riesgo de una radicalización de estos países si se imponen las fuerzas islamistas más obtusas.
Imposible no recordar la revolución iraní y los 90 en Argelia tras la interrupción militar de las presidenciales.
A corto plazo, lo más urgente es poner fin al derramamiento de sangre en Siria y Yemen, y conseguir un pacto nacional de gobierno entre las principales tribus de Libia.
Habrán leído y escuchado muchas veces que las condiciones en el mundo árabe para el despertar actual estaban maduras. Es posible, pero las condiciones políticas, económicas, sociales, militares y culturales de cada país árabe eran y siguen siendo muy diferentes, de modo que generalizar resulta arriesgado. Confunde más que aclara. Y esto sirve tanto para el antes como para el después de la llamada primavera árabe.
Para comprobarlo les invito a consultar el estudio publicado el 18 de abril por el CSIS (Center for Strategic and International Studies) de Washington: (18, 49, 57…): The Causes of Stability and Unrest in the Middle East and North Africa: An Analytic Survey “Find their worst grievances and deal with them” [pdf].
En sus previsiones para 2012, el anuario del Economist anunciaba que los vientos de libertad en el mundo árabe seguirán soplando en toda la región, pero de forma desigual e inconsistente, con pausas y reveses, en ocasiones, como estamos viendo en Siria, con gran violencia.
En su análisis para el Panorama Estratégico de este año, Haizam Amirah Fernández califica el balance de “sobrecogedor” y, reconociendo las grandes incertidumbres existentes, considera imparable la oleada de cambios en marcha.
De no haber coincidido con la crisis económica y financiera en Europa y en los EE.UU., la llamada “primavera árabe”, concepto generalizado pero muy imperfecto para describir las causas y consecuencias de lo sucedido -tres autócratas destituidos, uno de ellos asesinado, otros tres seriamente amenazados, una guerra civil con intervención extranjera (Libia) y otra (Siria) cada día más incontrolable, elecciones democráticas en dos países y programadas, aunque muy poco democráticas, en varios más para 2012, reformas constitucionales en casi todos-, dominaría por completo la agenda internacional, como sucedió con la perestroika y las reformas en Europa central y oriental en la segunda mitad de los 80.
Lo más sorprendente, en ambos procesos, no es tanto la movilización de millones de ciudadanos contra sus regímenes políticos, sino, salvo excepciones que confirman la regla, su carácter original no violento y desideologizado, la rapidez con que se han propagado de un país a otro y la importancia creciente de las nuevas tecnologías de la información como catalizadores.
Lo menos sorprendente es, dada la desorganización del movimiento que encabezó las protestas y de la oposición liberal y laica, y el escaso tiempo transcurrido, que en las urnas se impongan las distintas versiones de los Hermanos Musulmanes, la fuerza mejor vertebrada, mejor conocida y menos desgastada de la región.
¿Cómo se explica la victoria de los Hermanos Musulmanes?
Por la desorganización, deslegitimación y debilidad de las fuerzas laicas, por la identificación entre religión y ética por la mayoría de los votantes y por el temor a la fragmentación y al caos de los desconocido si optan por partidos nuevos.
El pacifismo original de las revueltas pronto se vio empañado de sangre por la respuesta de las Fuerzas de Seguridad. En Túnez, el movimiento hasta ahora más ejemplar, murieron más de 200 personas y en Libia el ministro interino de Sanidad ha dicho que murieron unas 30.000 (en una población de 6 millones). En Egipto, la cifra oficial de víctimas en 2011 fue de unas 900 y en Siria, según las fuentes, se cree que han muerto ya de 10.000 a 12.000.
Aunque no hay dos procesos idénticos, en todos los casos se reclama dignidad, trabajo y dirigentes al servicio de los ciudadanos, por lo que, como señala Amirah, si los gobiernos que surjan de esta fase de transición no satisfacen esas demandas con hechos concretos y resultados tangibles, tendrán a las poblaciones en contra.
Muchos dogmas sobre el mundo árabe se han hecho añicos en estos meses: la pasividad de su población por miedo a los sistemas policiales, la incompatibilidad entre árabes y democracia, y el apoyo incondicional de las grandes potencias a sus dictadores.
“En el fondo de las protestas está el malestar por una corrupción extendida y poco disimulada, por una clase gobernante depredadora de la riqueza nacional, por la ausencia de justicia social y por la falta de garantías para hacer respetar las libertades individuales y los derechos humanos”, añade.
A partir de la obra del politólogo egipcio Nazih Ayubi sobre la hipertrofia del Estado árabe y los Informes sobre Desarrollo Humano Árabe publicados desde 2002, se pueden distinguir con precisión las causas estructurales y formales de las movilizaciones, las chispas que los provocaron, los polvorines del descontento político en cada incendio y los factores de transformación que han convertido dichos incendios en una fuerza incontrolable: la demografía, el papel de la mujer, la educación, la información, la globalización…
Amirah reconoce el papel decisivo de los distintos Ejércitos antes, durante y después de cada cambio de régimen y resta dramatismo a los éxitos de movimientos islamistas en los primeros procesos electorales en Túnez, Marruecos y Egipto.
Teniendo en cuenta los índices de participación y los resultados -sólo un 20 por ciento de los votantes potenciales de Túnez, un 25 por ciento de los votantes en la primera vuelta de las presidenciales egipcias y un 8 por ciento de los marroquíes han votado por islamistas-, podemos adelantar tres conclusiones provisionales: los votantes prefieren, como era de esperar, los partidos más identificados con la moralización de la vida pública y la anticorrupción; las demás fuerzas políticas deberían evitar la fragmentación y esforzarse por conectar mejor con las poblaciones; y, en vez de preocuparse por el hecho de que sean o no islamistas, lo importante es que todos acepten reglas de juego democráticas acordadas por la mayoría.
El contacto prolongado de muchos dirigentes islamistas con Occidente, las profundas diferencias existentes dentro del islamismo, el fracaso de Al Qaeda y del yihadismo en las sociedades árabes, la nueva realidad interna de estos países y su dependencia del exterior aconsejan prudencia antes de dejarse arrastrar por nuevos escenarios apocalípticos como los que, durante decenios, justificaron el apoyo incondicional a dictaduras impresentables.
Sorprendidos por las revueltas, las instituciones y los gobiernos europeos han tratado de adaptarse al nuevo escenario regional, pero la respuesta hasta hoy ha adolecido de incoherencia (Libia & Siria, valores & políticas europeas en el Mediterráneo) y de falta de contenidos concretos (la crisis sin duda influye).
“Es el momento de que las potencias occidentales, y concretamente de la UE, reevalúen el coste real del modelo de estabilidad que los regímenes árabes prometían a cambio de su apoyo incondicional”, advierte. “En esta nueva etapa se hace necesario que los ciudadanos y los dirigentes europeos se cuestionen si su seguridad y sus intereses económicos en su vecindario sur están mejor garantizados por ‘Estados feroces’ o por Estados fuertes”.
Ante los tres escenarios posibles que plantea, según evolucionen los cambios –consolidación gradual de transiciones democráticas, procesos contrarrevolucionarios o bandazos entre democratización y represión según los distintos países-, es urgente que Europa propicie “una convergencia en términos políticos, económicos y sociales que impida que el Mediterráneo se convierta en el ‘telón de acero’ del siglo XXI, y eso pasa por una ‘revolución mental’ (…) para comprender y reaccionar ante la ola de cambios antiautoritarios”.
Concertación, un enfoque común, condicionalidad bien empleada, cooperación más estrecha entre las sociedades civiles y una implicación más decidida y generosa a favor de las transiciones democráticas son algunas de las recomendaciones principales que el autor señala para Europa. Respecto a España, como en tantos otros ámbitos de su política exterior y de seguridad, considera necesaria “una política de Estado hacia el Mediterráneo, más allá de posicionamientos partidistas”.
Mis primeros recuerdos del Oriente Medio se pierden en la megafonía del seminario de los Paules de Villafranca del Bierzo, cuando el 5 de junio del 68 los frailes nos despertaron con la señal de Radio Nacional, informando en directo de la Guerra de los Seis Días que acababa de iniciarse.
Más allá de las hazañas de Moshe Dayan, lo esencial de aquella guerra es que cambió radicalmente la ecuación del conflicto. Israel, por vez primera, dispuso de territorios para negociar una paz definitiva y Egipto, Jordania y Siria perdieron las fuentes principales de agua potable en Palestina.
Territorio y agua, a partir de esa guerra, inclinaron la balanza a favor de Israel. El agua y el territorio son, con el Islam, el nacionalismo, la demografía, el petróleo y la modernización militar, los factores que más han condicionado el pasado, que siguen condicionando el presente y que, según evolucionen, determinarán el futuro.
El Islam como base de organización política –en Occidente lo olvidamos sistemáticamente-, a diferencia del concepto de soberanía desarrollado en Europa desde el siglo XVI, no va ligado a un territorio. El concepto de fronteras intrínsecamente unido al modelo europeo de Estado es ajeno al Islam, por naturaleza un sistema trasnacional. De hecho, las fronteras de la mayor parte de los países árabes son producto de la colonización posterior al siglo XVIII y tan endebles como las establecidas en África a finales del XIX.
Si en Europa el Estado nace en 1648 como estado nación, en Oriente Medio nace como estado nacionalista, legitimado en la lucha contra las fuerzas de ocupación. Y como, en sociedades tan plurales (Egipto, con más del 80 por ciento de su población suní, es la gran excepción) siempre que en la Historia se ha intentado imponer un espíritu nacionalista, se impone el del grupo dominante, con mejor o peor suerte para las minorías que viven en la región.
La militarización viene también dada, casi desde el origen de la tradición islámica, por el hecho de que el Profeta no fijó un sistema claro de sucesión, lo que ha convertido durante siglos cada sucesión en los países islámicos en intervenciones militares o luchas por el poder entre los miembros de la familia que aspiran a suceder al dirigente, imponiéndose normalmente la ley del más fuerte.
Conscientes de ello, con el tiempo la mayor parte de los regímenes de Oriente Medio y del Norte de África optaron por la Monarquía e, incluso las que mantuvieron el sistema republicano o lo hicieron suyo tras experiencias monárquicas fallidas (Libia, Irak, Siria…), intentaron aplicar el principio de la primogenitura en la sucesión como garantía de continuidad y de estabilidad. Funcionó en Siria y, de no ser por las revueltas del año pasado, seguramente habría funcionado en Tùnez, Egipto y Libia.
La guerra del 67 demostró también que las armas occidentales y, sobre todo, la preparación del Ejército israelí, eran muy superiores a las soviéticas en manos de los árabes, por otra parte incapaces de una coordinación eficaz para hacer sombra al adversario.
La guerra siguiente, la del Yom Kippur, en octubre de 1973, me sorprendió ya en el diario Informaciones, como redactor de internacional. Me tocó editar las crónicas de Adrian Mac Liman y de Tomás Alcoverro desde la región, corresponsales que compartíamos con La Vanguardia.
Alcoverro sigue viviendo en Beirut. El pasado fin de semana, con motivo de la XI edición del Premio Cirilo Rodríguez para corresponsales de guerra, volvimos a encontrarnos en Segovia.
Entre cerveza y café, revivimos los casi cuarenta años transcurridos y algunos hechos esenciales para comprender los profundos cambios en la región:
- De 7.000 millones de dólares en 1973, sólo el PIB de Arabia Saudí ha pasado a unos 700.000 millones en el último año, con más dependencia que nunca de la economía internacional de sus reservas de petróleo, reservas, por cierto, que siguen siendo secreto de Estado.
- Las divisiones entre prooccidentales y prosoviéticos, y entre regímenes socialistas y capitalistas, han quedado ensombrecidas por las divisiones entre Monarquías y Repúblicas, entre productores y no productores de energía, y, sobre todo, entre chiíes y suníes, y, dentro de este binomio, entre ortodoxos y moderados o radicales y reformistas.
- Esta última división se intensifica tras la revolución iraní del 79, se alimenta de las dos guerras del Líbano y de las dos intifadas, facilita el surgimiento de actores nuevos –como Hamas y Hezbolá-, recibe un fuerte impulso en los escenarios bélicos de Afganistán e Irak y explica el nacimiento, crecimiento y transformación de Al Qaeda.
- En el último año, desde diciembre de 2010 en Túnez, las revueltas, manifestaciones, protestas y levantamientos armados han puesto de manifiesto otra gran división que, desgraciadamente, se ignoró durante decenios: la división entre una mayoría de la población harta de sufrir abusos, desigualdad, corrupción, injusticia e indignidad, y unas minorías cleptómanas aferradas al poder.
- La guerra del 73 convenció a Israel, por sus reveses iniciales, de que necesitaba el arma nuclear como último recurso y a Egipto de que sólo cambiando a la URSS por los EE.UU. como gran aliado tenía alguna posibilidad de recuperar la influencia, el prestigio y el Sinaí perdidos. Así se abren las primeras negociaciones de paz entre árabes e israelíes, que desembocan en los primeros acuerdos de Camp David cinco años más tarde y en la paz fría dominante entre El Cairo y Tel Aviv desde entonces, con sus coletazos en el proceso de Oslo, que hoy ha dejado paso a la frustración y al desencanto.
En las clases de “Política de Oriente Medio y Norte de África” del profesor Jacob Hurewitz en Columbia, Nueva York, en 1977, descubrí la imposibilidad de comprender Oriente Medio sin tener en cuenta la huella secular otomana y las dos instituciones que, de la mano británica, a partir del XIX, transformaron el mundo islámico: gigantescas burocracias y organizaciones militares fuertes. El Ejército, casi siempre en simbiosis con la burocracia, ha sido y sigue siendo el instrumento indispensable de todos estos países para canalizar la revolución industrial y para alcanzar y preservar el poder. La alianza entre ambas se ha mantenido hasta el presente como piedra angular del sistema.
Si observamos lo sucedido en Túnez y Egipto en el último año, han cambiado los partidos en el gobierno y se están reformando las constituciones. Lo que no ha cambiado es la influencia de la Burocracia y del Ejército (mucho más débil en Túnez que en Egipto).
Como corresponsal en los EE.UU., cubrí las negociaciones de Camp David para mi periódico y para Radio Nacional a finales de los 70. De aquella experiencia guardo en la memoria una enseñanza que la historia posterior no ha hecho más que reforzar: la barrera definitiva para superar el conflicto secular entre árabes e israelíes es psicológica y sólo cuando un presidente egipcio, Anwar Sadat, poniendo en juego su vida, se atrevió a romper esa barrera, Israel –el primer ministro más conservador en la historia de Israel, Menahem Begin- aceptó la paz y su pueblo le apoyó.
No fue fácil. Israel devolvía la mayor parte de los territorios ocupados a Egipto –todos menos Gaza- y los únicos yacimientos de petróleo en su poder a cambio de un gesto y de una promesa de paz, promesa que, en gran medida, nunca se ha llenado de contenido.
Desde entonces hemos asistido, con la excepción breve de los primeros años 90, a una frustración creciente, pérdida de la confianza surgida en Camp David y cansancio de todas las partes.
“En los últimos 70 años –escribía recientemente alguien tan poco sospechoso como el conductor de orquesta Daniel Barenboim- el conflicto palestino-israelí se ha analizado desde muchos ángulos, pero todos han ignorado su naturaleza: que no es un conflicto político, sino fundamentalmente humano, un conflicto entre dos pueblos que inequívocamente reclaman su respectivo derecho al mismo trozo de tierra”. (The World In… 2012) Al leerlo no he podido menos que sonreir, pues es la conclusión a la que había llegado hace ya más de 30 años.
De regreso a España, en los 80, como responsable de internacional de RNE y TVE, viaje con frecuencia a Israel y a los territorios ocupados, recorrí los principales países árabes, tuve la oportunidad de visitar bases militares israelíes y campamentos palestinos, entrevisté a Arafat en su exilio de Líbano y de Túnez, y conocí a Asad padre, al rey Husein y a Sadam Husein.
Pude ver más claro, entonces, el origen del conflicto –dos pueblos empeñados en levantar estados independientes y separados en un mismo territorio- y la responsabilidad británica al prometer esos estados (a los árabes en 1915, a los judíos en 1917) y, como Francia después en Vietnam tras la segunda Guerra Mundial, incumplir su palabra.
Pude comprobar que el tiempo no había hecho sino debilitar la posición árabe-palestina. No me imagino otra oferta mejor que la de la Asamblea General de la ONU en 1947, cuando ofreció a los palestinos el 46 por ciento del territorio bajo el mandato británico. Entiendo que los árabes rechazaran la oferta, pero me temo que, salvo desde una victoria militar más que improbable en el horizonte de 50 a 100 años, nunca recibirán una opción mejor.
Pude ver también –gracias, entre otros, al historiador judío Ilan Pappé- la prioridad estratégica israelí, compartida por todos sus gobiernos, de uno u otro color, de seguir ocupando territorio, construyendo asentamientos y alejando la posibilidad de un Estado palestino independiente viable. En otras palabras, fui consciente de una limpieza étnica continuada, incompatible con el derecho internacional y con la retórica de la paz que muchas democracias occidentales siguen sin querer ver: algunas por mala conciencia histórica, otras por intereses económicos o por afinidades ideológicas.
Pude ver en los campamentos de Gaza, Cisjordania, Líbano, Jordania y Siria semilleros permanentes de insurgencia y terrorismo, y, al mismo tiempo, el empeño árabe –al no integrar a los palestinos ni concederles la ciudadanía- en mantener vivo el conflicto. No en vano la lucha contra Israel y la defensa de los palestinos, más retórica que real, ha sido la fuente principal de legitimidad de los regímenes árabes.
Sólo ahora –y sólo en los contados países con procesos democráticos embrionarios de difícil consolidación- surge la posibilidad de una legitimidad distinta, basada en las urnas.
Naturalmente, existe una tercera fuente de legitimación, que los países más ricos de la región han utilizado en los últimos meses para rebajar la presión de la calle: el aumento de los salarios y de los subsidios.
Si aceptamos que, en la historia árabe, las revueltas o revoluciones del último año y medio son la tercera gran transición en un siglo –la primera a finales del XIX y principios del siglo XX, encabezada por la minoría ilustrada y secular que exigía modernización, la segunda tras las independencias para consolidar los nuevos Estados-, vemos que se ha difuminado la cuarta fuente de legitimación de estos regímenes (la revolucionaria-nacionalista), tan importante en la segunda mitad del siglo XX.
Desde su limbo jurídico y su diáspora, los palestinos y muchos otros árabes han visto en el terrorismo su única arma para responder a la abrumadora superioridad militar israelí.
Hasta el 11-S. En contra de lo que Al Qaeda mantiene en su propaganda, lejos de ayudar a los palestinos, el 11-S y los demás atentados de la Red debilitaron la causa palestina, desviaron por completo el foco del conflicto de Oriente Medio hacia nuevos escenarios, como Irak y Afganistán, y regalaron a los menos partidarios de la paz en Israel un cheque en blanco para alejarse de una solución negociada y tratar a todos los palestinos como terroristas sin que la Administración Bush moviera un dedo.
La seguridad israelí ha descansado tradicionalmente en cinco pilares:
- Su democracia interna
- Su fortaleza militar
- La división y debilidad de sus adversarios árabes
- La inmigración y
- El apoyo diplomático, económico y militar de Occidente: de Inglaterra y Francia hasta la guerra del 56, de los EE.UU. desde entonces.
Estos cinco elementos están estrechamente entrelazados. Sin democracia interna, el apoyo occidental a Israel se resentiría. Sin superioridad militar, Israel no habría sobrevivido y los árabes estarían mucho más dispuestos a recurrir de nuevo a la fuerza para resolver el conflicto.
Sin la división y debilidad de sus enemigos, la dura travesía del pueblo judío como Estado nacional habría sido insoportable. Sin una inmigración sostenida, Israel necesitaría, para preservar su identidad como Estado, cambiar radicalmente los índices de natalidad o apostar abiertamente por el apartheid y la limpieza étnica de los árabes.
¿Qué efectos han tenido el fin de la Guerra Fría en esos cinco pilares? ¿Qué consecuencias tuvieron la guerra del Golfo y la paz de Oslo?
- La perestroika y el fin de la URSS impulsaron desde el 88 un reequilibrio de fuerzas en Oriente Medio mucho más favorable a Israel y a Occidente, pero también aumentaron la capacidad de presión de EE.UU. sobre árabes e israelíes.
- Los EE.UU. salieron de la guerra del Golfo como hegemón indiscutible en la región. Sin esa hegemonía los árabes e Isaac Shamir difícilmente habrían aceptado las condiciones para venir a la Conferencia de Paz de Madrid en octubre del 90.
- La aplastante derrota militar de Irak en Kuwait convenció a los regímenes más radicales de la región de que la opción militar para recuperar los territorios perdidos en el 67 era inviable, abonando así el camino de la solución diplomática: los encuentros secretos en Oslo, el tratado de Washington del 93, la normalización con Jordania del 94… hasta Camp David II y Taba en las últimas semanas de Clinton en la Casa Blanca.
- La OLP, al apoyar a Irak en el 91, quedó tan aislada y debilitada que, para sobrevivir, aceptó casi todas las concesiones impuestas por Israel en el proceso de Oslo, pero, como ha contado mil veces Shlomo Ben Ami, Arafat no se atrevió a dar el paso definitivo, convencido, seguramente, de que –de hacerlo- correría la suerte de Sadat y de Isaac Rabin.
- La Administración de Bush padre salió tan reforzada internamente de la guerra que, por primera vez desde el 56 con Eisenhower, un presidente estadounidense pudo poner condiciones a Israel para la concesión de créditos.
Todo este proceso se vio frenado desde el principio por el terrorismo suicidad de los palestinos radicales y queda enterrado bajo los escombros de las Torres Gemelas el 11-S
El nudo gordiano de las negociaciones iniciadas en Madrid hace 22 años son las interpretaciones tan diferentes que unos y otros hicieron siempre de las resoluciones de la ONU sobre el futuro de los territorios, sobre los derechos legítimos del pueblo palestino y sobre el derecho israelí a fronteras seguras y reconocidas.
¿Qué ha ocurrido desde entonces para que las negociaciones de paz se hayan roto casi por completo y qué ha sido de los cinco pilares citados de la estrategia israelí?
- El régimen democrático israelí sigue amenazado por una población árabe que crece tres veces más que la judía.
- Es difícil imaginar nuevas oleadas de inmigrantes como la procedente de la ex Unión Soviética a comienzos de los 90.
- La superioridad militar israelí sigue siendo indiscutible, pero a comienzos del siglo XXI, como se ha demostrado en Irak y Afganistán, la superioridad militar por sí sola no garantiza la victoria.
- La introducción de misiles de alcance corto y medio, y de armas de destrucción masiva en la región explican esta asimetría creciente entre superioridad militar y seguridad.
- La nuclearización israelí sin duda es un elemento disuasorio importante, pero debilita la oposición internacional a la nuclearización iraní y, de materializarse esta, hará muy difícil evitar la nuclearización de los principales adversarios árabes de Irán en la región.
- El conflicto árabe-israelí y el pulso histórico entre Irán y Arabia Saudí por la primacía en el Islam hacen del Oriente Medio uno de los focos de mayor tensión internacional y explican la carrera suicida de armamentos en la región, consumiendo recursos imprescindibles para la modernización económica y social.
- En un mundo fragmentado, cuando las maquinarias nacionales de propaganda permitían a los dictadores un control férreo de la opinión de sus ciudadanos, esta realidad podía mantenerse. En un mundo global, rotos los monopolios de los tiranos sobre la opinión de sus pueblos, ya no es posible hacerlo. Es una de las principales lecciones de la mal llamada primavera árabe del último año y medio. Creo que los términos árabes AL-SAHWA (despertar) o AL-NAHDA (renacimiento) se ajustan mucho mejor a la realidad de lo que se está viviendo desde diciembre de 2010 en el mundo árabe.
¿Qué impacto tendrán estos procesos de cambio histórico en el conflicto árabe-israelí? Dependerá de su evolución.
A corto plazo, es improbable que Gobiernos dominados por partidos islámicos apoyen la reconciliación o el estatus quo con Israel más y mejor que los dictadores a los que sustituyen.
Allí donde se consoliden sistemas más abiertos, plurales o democráticos, sin embargo, es previsible que se abran nuevas vías de entendimiento con Israel. Mucho dependerá también del precio que los nuevos dirigentes se vean forzados a pagar por una política de confrontación o –más preocupante a medio plazo- la necesidad que los nuevos dirigentes sientan de atizar el fantasma del enemigo exterior para desviar la atención de los graves problemas internos –políticos, económicos y sociales- que amenazan hoy a la región.
En cualquier caso, varios ex dirigentes de los servicios secretos israelíes, civiles y militares, han recurrido muchas veces a la metáfora de “la fruta madura” como la condición necesaria para la paz definitiva con los árabes. Cada vez que he escuchado esta explicación, he pensado en silencio si, con su política de hechos consumados en los territorios ocupados, Israel permitirá que la fruta llegue a madurar alguna vez en el milenario árbol del Oriente Medio.
En su crónica del 23 de mayo para el diario israelí Haaretz, Amira Haas, la única periodista israelí que ha cubierto siempre los territorios desde dentro, no como enviada especial desde Jerusalén o Tel Aviv, demostraba –si quedaba alguna duda- cómo Israel ha ido separando sistemáticamente a Gaza de Cisjordania para imposibilitar un Estado que integre algún día ambas zonas.
El pasado lunes, Benjamín Netanyahu decía en el Parlamento o Knesset que ceder el control de los lugares santos de Jerusalén sería “a fatal mistake”. Recordando los 45 años que el próximo 5 de junio se cumplen desde la conquista y anexión de la Ciudad Vieja por Israel –anexión que la sociedad internacional sigue sin reconocer-, dejó claro que “el Monte del Templo está y seguirá estando en manos de Israel”.
Sonará bien, no lo dudo, a los oídos de sus incondicionales, pero con este discurso refuerza la hostilidad árabe y gana pocos amigos en Occidente.
Uno de los principales internacionalistas estadounidenses, Fareed Zakaria, se preguntaba a comienzos de mayo en su GPS (Global Public Square), el programa semanal de la CNN de análisis internacional:
Con la mayoría nunca vista de 94 escaños conseguida por Netanyahu tras su reciente acuerdo con Kadima, ¿se atreverá a resucitar el proceso de paz para pasar a la historia como un gran estadista?
Esta fue su respuesta (entra video) y con ella les cedo la palabra….
(Conferencia pronunciada en curso del CESEDEN en junio de 2012)