FELIPE SAHAGÚN | 30/06/2005
El Cultural
“Viajé a Iraq por primera vez para estudiar el fenómeno de Sadam Hussein”, escribe J. L. Anderson en el primer párrafo del libro. “Quería ser testigo directo de su tiranía […]. También me movía la intuición de que era inevitable el estallido de una nueva guerra entre los EE.UU. e Iraq”.
Aquel primer viaje lo realizó en el verano de 2000. Volvería en octubre de 2002, en febrero, junio y noviembre de 2003 y en marzo de 2004. Permaneció entre uno y cuatro meses en Iraq en cada visita. En los archivos de la revista New Yorker podemos leer los reportajes que escribió en cada viaje. Es difícil encontrar trabajos mejores sobre los antecedentes, la invasión y la guerra iniciada tras la entrada triunfal estadounidense en Bagdad. A los antecedentes dedica los primeros 5 capítulos (unas 200 páginas), a la invasión los 5 siguientes (otras 200) y al infierno en que se ha convertido Iraq las 80 últimas.
Habiendo cubierto antes las guerras de Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Angola y Afganistán -y habiéndonos dejado dos libros sobre ellas más otro sobre Che Guevara-, Anderson ha hecho un esfuerzo por ofrecer algo nuevo en La caída de Bagdad. No se trata de una colección de sus mejores reportajes. Es un relato nuevo con los testimonios y las experiencias de sus muchos meses en Bagdad. Anderson no desvela secretos de Estado. Se limita a describir lo que vio y a transcribir lo que le fueron contando iraquíes con los que llegó a entablar relaciones casi de familia: Nasser al Sadún, descendiente directo de Mahoma y exiliado desde comienzos de los 70 en Amán; Alá Bashir, el médico de Sadam Husein; Samir Jairi, alto funcionario de Exteriores; y su chófer Sabah. De Bashir aprendió que los iraquíes, si desean seguir vivos, no pueden decir la verdad. “Tiene usted que buscarla en lo que no le hayan dicho”, le aconseja. De Al Sadún recibió una advertencia para los EE.UU. que le hubiera venido bien a Bush antes de embarcarse en la aventura iraquí: “Si vienen los americanos, más vale que no se queden y que no intenten gobernar a los iraquíes”, le decía en noviembre de 2002 tras recordar a su tío abuelo Abu Mohsen, uno de los primeros ministros del Iraq independiente, que se suicidó en 1929 tras ser engañado por los británicos.
En su última visita, un año después de la invasión, Nasser lamentaba el desastre y ofrecía a Anderson otros dos consejos para Bush y su incompetente secretario de Defensa, Donald Rumsfeld: los americanos deberían ocultarse en Iraq y dejar que los iraquíes lo controlen todo; también necesitan colocar al frente de Iraq a una figura fuerte que les guíe y que respeten. Aunque es, posiblemente, el mejor libro periodístico sobre la caída de Bagdad, Anderson viola mil veces el primer mandamiento del corresponsal: por buena que sea una cita, las opiniones del taxista y del camarero no sirven. Su posición contra la guerra, tan diáfana en New Yorker, queda difuminada en el libro. Deja que sean los propios iraquíes los que hablen, hagan futurología y se desahoguen. El resultado es una historia viva de un pueblo que sigue muriendo. Mientras Bush siga en la Casa Blanca, Anderson no tiene ninguna esperanza de que los EE.UU. corrijan los trágicos errores cometidos en Iraq.
FELIPE SAHAGÚN | 20/05/2004
El Cultural
“Ha sido, sin duda, la guerra mejor contada de la historia”, escribe Jon Sistiaga. Más modestos, Espinosa, Masegosa y Baquero describen la invasión de Iraq como “el conflicto mejor contado desde la guerra de Vietnam”. Dudo que el padre de la tribu en Bagdad, Tomás Alcoverro, sea tan optimista.
Como dice Phillip Knightley, el que más sabe de corresponsales de guerra y aún vive para contarlo, es demasiado pronto para emitir juicios tan rotundos. Desde luego ha sido la mejor cubierta. En España se vivió y se lloró como un asunto interno. Los medios no habrían hecho semejante esfuerzo ni las editoriales habrían publicado ya al menos siete libros de corresponsales en Iraq en sólo un año de no haberlo visto así. Los siete se pueden leer como capítulos de una misma obra que empieza y termina en el hotel Palestina de Bagdad. En Julio Anguita Parrado: Batalla sin Medalla se recogen 52 de sus mejores crónicas y 37 textos de compañeros, amigos y familiares. Ninguna guerra se parece a otra es el mejor homenaje que Jon podía hacer al amigo del alma, José Couso.
Julio, “un valiente que amaba el periodismo sin estridencias” (Mónica G. Prieto) y José, “la generosidad, la dulzura y la profesionalidad” (Olga Rodríguez) son referencias constantes en los 7 libros, todos ellos mezclas de diario, crónica, reportaje y ensayo. Que nadie busque en ellos los porqués del conflicto. No son análisis diplomáticos, políticos ni estratégicos, aunque en todos se arroja luz sobre las grandes mentiras antes, durante y después de la invasión. Objetivo Bagdad (EFE, mayo de 2003, 25 e.) abrió la brecha. Las impresiones de Alfonso Bauluz, su empotrado con los marines, los testimonios de Masegosa desde Bagdad y las excelentes fotografías son lo mejor del texto. Cuatro meses más tarde, en septiembre, ángeles Espinosa, Alberto Masegosa y Antonio Baquero fundieron sus experiencias en Días de Guerra: Diario de Bagdad (Siglo XXI, 203 págs., 15 e.). Casi al mismo tiempo, Francisco Perejil recogía en Reportero en Bagdad (Planeta, 180 págs., 15 e.) sus mejores crónicas y vivencias desde que llegó con los brigadistas. En noviembre Mercedes Gallego, la única española empotrada, ya huérfana de Julio, sacaba del corazón Más allá de la batalla (Temas de hoy, 248 págs., 18 e.) , su homenaje personal al compañero de El Mundo perdido horas antes de la caída de Bagdad. El mes pasado Olga Rodríguez cerraba la serie, por ahora, con Aquí Bagdad. Crónica de una guerra. Fue la que más cerca estuvo de morir al lado de Couso. “Por un instante llegué a pensar que mi cuerpo se había roto por dentro”, escribe sobre el obús disparado por el sargento Gibson que acabó con la vida de Taras Protsyuk, de Reuters, y de Couso. El mismo obús dejó en blanco por un día el diario de Jon y, con trazos gruesos, sin matices, sin colores, en una nebulosa de blanco y negro, le impulsó a escribir posiblemente uno de los mejores libros españoles sobre corresponsales de guerra. Batalla sin Medalla es el libro que a Julio Anguita le habría gustado leer en vida. Ni él ni Couso se habrían imaginado lo mucho que se les quería. Como buenos periodistas, tampoco se habrían creído tantos elogios. Como ha escrito Janet Malcom, una de las mejores periodistas estadounidenses, “los periodistas suelen ser aduladores, sobre todo con los suyos”. Ninguna profesión es tan rica en elogios de los muertos ni en críticas de los vivos.
La guerra saca a la luz lo mejor y lo peor de cada uno. Entre los corresponsales que las cubren, salvo aves raras, se forman familias, grupos inseparables que comparten chóferes, fuentes, miedos y botella. En la invasión de Irak, la mayor parte de los enviados españoles formó una tribu modélica. Ninguno de los autores habla mal de un compañero, pero la ausencia de algunos nombres famosos en los siete libros dice más que mil confesiones. El Gobierno español del PP sale mal parado en todos ellos. ¿Por qué van a la guerra y por qué se quedan cuando saben que están arriesgando su vida? La pregunta resuena en cada texto y las respuestas se repiten: “Es el máximo acontecimiento profesional al que se puede aspirar”, escribe Jon. “Es una experiencia que debería tener todo periodista vocacional”, en la guerra “el reportero se convierte en el periodista total”. ¿Por la gloria? ¿El reconocimiento a tu trabajo? ¿Para que nos quieran más? “No, el reconocimiento no puede ser lo que explique el truco”, contesta Perejil. No hay una respuesta única, pero ver y vivir el gran acontecimiento para contarlo, estar allí donde se hace la historia y escapar de la rutina de la redacción son drogas de las que, una vez probadas, resulta muy difícil desengancharse. “(Julio) quería estar en primera línea”, confiesa Ana Anguita. “Sabía un montón de cosas y quería empaparse de las que no sabía. Necesitaba vivir, amar y ser amado”. Como Couso y muchos de los que se habla en estos siete libros, llevaba el periodismo en la sangre.
Librería Neira: 28 de octubre de 2012
No necesitas ser periodista o ser un apasionado de estos temas para conocer y recordar lo sucedido el 8 de abril de 2003.
El conflicto de Iraq ha sido una de las grandes catástrofes bélicas que más ha impactado al mundo en la última década.
Cuando llegué a la última página de este libro, comprendí por qué habían estado tantos años intentando evitar que fuera publicado.
La autora ha recogido una amplia serie de documentación para mostrar lo que sucedió esa mañana de abril y lo que en realidad se nos contó al resto del mundo. Versiones muy diferentes que sólo nos han llevado por un único camino de confusión y mentiras. Pero… ¿Qué pasó realmente?
Todo comenzó la madrugada del 19 de marzo de 2003, cuando el entonces presidente de Estados Unidos, George Bush anunciaba la orden de ataque en la zona de Iraq con el objetivo de ocupar la ciudad de Bagdad y encontrar las famosas armas de destrucción masiva de Sadam Husein.
Durante 19 días, los periodistas contemplaban y grababan los primeros ataques contra las zonas habitadas y los medios de comunicación árabes.
A los dos corresponsales enviados por la cadena Telecinco, Jon Sistiaga y José Couso, se les dio la oportunidad de volver a casa antes de que comenzaran los problemas. Ambos decidieron quedarse. Aunque otros medios (como, por ejemplo, Antena 3) obligaron rotundamente a sus empleados a que volvieran a España, puesto que los americanos “iban a arrasar Bagdad”, ninguno se movió de su posición y antepusieron su profesión para contar la guerra desde el centro de la noticia.
La mañana del 8 de abril, los soldados estadounidenses conocían la posición de la prensa internacional. Sabían que todos se alojaban en las distintas plantas del Hotel Palestina y que retransmitían en directo desde el hall. Dados los resultados, se ve que a esos soldados en realidad poco les importaba.
Los tres puntos donde se encontraban los medios de comunicación que no se dejaban manipular por el ejército (medios árabes y medios internacionales) fueron atacados. Lo curioso es que los tres edificios estaban en zonas civiles donde no existía ningún peligro o amenaza inminente.
Como cada mañana, los periodistas se encontraban en sus respectivas habitaciones observando la situación desde la ventana. José Couso grababa en el piso 14 a los tanques que comenzaban a apuntar en su dirección. Los compañeros de la agencia Reuters, que se encontraban en el piso15 falta un espazo entre piso e 15, también se dieron cuenta. Lo que no sabían es que estaban a punto de grabar su propia muerte.
Dada la descripción recogida en el libro, puedo imaginarme que sería un impacto brutal, lleno de ruidos, llantos y gritos como si yo misma lo hubiese presenciado. El proyectil destrozó por completo las plantas superiores del hotel y dejó decenas de heridos, pero más impactante es la descripción de la situación del cámara José Couso. Lo encontraron “en un gran charco de sangre, con una pierna partida en varios pedazos y el fémur al aire”.
A pesar de que sus compañeros consiguieron llevarlo con vida a un hospital, José Couso terminó falleciendo a manos de fuego amigo. El 9 de abril de 2003, las tropas estadounidenses conseguían ocupar el centro de la ciudad de Bagdad.
Tras el ataque, el ejército estadounidense comenzó a dar diversas explicaciones del motivo que les había conducido a abrir fuego contra ese edificio (Non debes recorrer aos guións para presentar as distintas hipóteses. Os libros de estilo soen limitar moito o uso deste recurso. Polo tanto, é preferible fiar a redacción nun texto narrativo coa puntuación correspondente)
– La primera explicación fue que confundieron a los cámaras con francotiradores, objeción que más adelante sustituyeron por espías o vigías del ejército enemigo.
– La segunda, que el tanque sólo respondía a disparos y granadas que procedían del edificio. Esta versión quedó eliminada cuando los testigos allí presentes denunciaron que no se había escuchado ningún tipo de disparo o ruido media hora antes del ataque.
– Más adelante intentaron hacernos creer que había sido un disparo reflejo por un despiste, hasta que un video de la cadena France 3 demostró que entre que el tanque apuntaba y disparaba, habían esperado al menos casi 5 minutos.
Si observamos detenidamente los argumentos estadounidenses descubrimos que todas estas explicaciones son insignificantes. En el caso de que alguna de esas sospechas por parte del ejército fuera cierta, las dudas quedarían despejadas con sólo darse cuenta de que el tanque que efectuó el disparo era un M-1 Abrams completamente blindado y que no se siente ademais de non ser correcto o tempo verbal -tendo en conta a concordancia con outros na mesma unidade sintáctica- creo que non é o máis adecuado para referirse a un tanque. Abondaría con utilizar “estaba” amenazado por ningún tipo de munición o granada (y menos a una distancia de 1500 metros).
Hoy en día son pocas las personas que están concienciadas del duro trabajo que supone el periodismo de guerra. No sólo es un riesgo, es una muerte casi segura de la que nadie se preocupa hasta que la tragedia llega a la puerta del vecino o se vive en primera persona.
En las últimas décadas han aumentado las cifras de profesionales heridos mientras realizaban su trabajo. En palabras de la periodista Carmen Sarmiento: “Los periodistas en guerra hemos pasado de ser mensajeros a dianas”. Pero, ¿qué es lo que ha propiciado que aumenten estos ataques?
Quizás, el problema es que las nuevas tecnologías permiten que una guerra se pueda retransmitir en directo mostrando los ataques, las posiciones de los enemigos, etc. Cualquier tipo de detalle que pueda producir una ventaja sobre tu adversario es, sin duda, algo que en este caso al gobierno estadounidense no le beneficiaba.
Si las cámaras hacen las funciones de espía y satélites y no muestran lo que a un sector le interesa, está claro que es un buen motivo para acabar con ellas sin dejar rastro alguno de lo que sucede.
No me gustaría terminar estas líneas sin hacer una especial mención a dos de las anécdotas que la autora recoge a lo largo de su obra de las palabras de Jon Sistiaga:
– << El día anterior a que Couso fuera asesinado, su cámara se estropeó. Le habría entrado mucho polvo en los engranajes y ya no resistió más. Para ella, la guerra también había acabado.>>
– <<El día que mataron a José Couso, caprichos de la vida y de la muerte, a mí sólo me quedaba una hoja en blanco en mi cuaderno de notas. Mi última hoja. (…) Tras acabar el directo de esa noche le dije a José: “Me queda una sola hoja y no tengo más cuadernos. Mañana se tiene que acabar la guerra”>>
Por desgracia, el caso Couso no es algo anecdótico ni es sólo el ataque a una persona, es el ataque a la libertad de expresión y al derecho a la información.
Es uno más de los múltiples atentados realizados en una guerra contra la prensa y, aunque ninguna información vale la vida de una persona, por suerte todavía existe gente capaz de arriesgarlo todo con tal de conseguir un único objetivo: descubrir la verdad de lo que allí sucede.
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FELIPE SAHAGÚN | 29/06/2012
El Cultural
Pocos países han atraído más atención periodística en los últimos treinta años que Afganistán, sobre todo desde el 11-S, pero España tenía una asignatura pendiente con el país surasiático. Los libros de autores españoles sobre el conflicto, sus antecedentes, raíces y consecuencias se cuentan con los dedos de una mano y sobran dedos.
Sin ponerse de acuerdo, en tres meses han visto la luz dos obras, las dos escritas por periodistas, Mónica Bernabé y Pilar Requena, que cubren con nota alta ese vacío. Ambas son periodistas comprometidas que entienden la profesión como una búsqueda permanente de la verdad. Requena lo hace desde el análisis académico, político y estratégico con la ayuda de los testimonios directos recopilados en sus viajes; Bernabé, desde un conocimiento que sólo se alcanza con mucho sacrificio, años de vida compartida con los afganos y una entrega sin límites a la defensa de los más débiles.
Su reporterismo ejemplar, reconocido con algunos de los principales premios del periodismo español, le costó un trato discriminatorio abominable por parte de los responsables de comunicación del ministerio de Defensa en los gobiernos de Zapatero. Es una espina que tiene clavada en el alma y que Joaquín Madina, responsable de información del ministerio desde enero, ha empezado a reparar abriéndole las puertas de las bases militares españolas tanto tiempo cerradas desde Madrid en represalia por preferir la verdad a la propaganda.
Afganistán, de Requena, profesora de relaciones internacionales en la Complutense, enviada especial en numerosas ocasiones a Afganistán por TVE y autora, como reportera de “En Portada”, de numerosos reportajes sobre dicho país, es el manual ideal para estudios de licenciatura o grado.
En Afganistán. Crónica de una ficción, Bernabé narra en primera persona la experiencia vivida desde su primera visita en 2000 -con una ONG de escuelas clandestinas para la educación de mujeres bajo el régimen talibán- hasta hoy. Desde 2007, sin abandonar nunca sus tareas humanitarias, es la única periodista española en Kabul. “En 2007 llegué a un pacto verbal con El Mundo y el periódico lo ha cumplido”, reconocía el 20 de junio la autora en el Círculo de Lectores de Madrid. “Ha sido mi plataforma de sustento. Como freelance, cobro por artículo, pero El Mundo se ha portado de diez”.
Ese trato se lo ha ganado con creces y el libro es la mejor prueba. Aunque estructurado cronológicamente, de 2000 a 2011, un año por capítulo, cada uno es una inmersión en la sociedad, en la familia, en la cultura, en la violencia, en la política, en la economía, en la pobreza, en el horror y en las infinitas esperanzas frustradas de los afganos. Bernabé utiliza los informes de organizaciones públicas y privadas sobre el país como fuentes, pero sus mejores fuentes son Orzala, Nadia, Bashir, Habiba Sarabi, Saidi, Atta M. Nur, las presas de Pul-e-Charkí, sus compañeros del hostal Ajmal Wali, Joseph Zapater, Andrés, el personal de AECID en Qala-e-Now, los soldados estadounidenses…
Víctimas, verdugos u observadores más o menos parciales, todos son testigos, oídos y ventanas a los que la autora se ha ido asomando para entender el desastre afgano. En cada una de las 395 páginas del texto, la autora demuestra una total entrega a la defensa de los derechos humanos, en particular de las mujeres, que en Afganistán -antes, durante y después de los talibán- siguen siendo tratadas como animales o peor. “La sociedad afgana no sólo está enferma”, escribe Bernabé tras adentrarse, de la mano de amigas locales, en los rincones más íntimos de la vida familiar. “Es el mundo al revés. Una locura nauseabunda”.
Aprovechando sus contactos humanitarios en el país, y animada por Gervasio Sánchez, Bernabé dejó la redacción de El Punt y, con 34 años, se instaló en la capital afgana para ser testigo directo de uno de los conflictos más peligrosos y complejos del planeta. Sin su experiencia y sus contactos en ONG como la afgana RAWA y la catalana ASDHA, difícilmente habría podido llegar a las raíces más profundas de una realidad tan cruel. Sin su conversión en corresponsal permanente hace cinco años, jamás habría logrado dar a conocer a los españoles con tanta precisión y fuerza el terrible drama afgano.
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FELIPE SAHAGÚN | 01/10/2010
El Cultural
En diciembre de 2003, dos años después de la expulsión de Kabul del régimen talibán, se reunía en la capital afgana, al amparo del Ejército estadounidense, una nueva Loya Jirga o reunión de ancianos para redactar una nueva constitución. Entre los 502 delegados había 114 mujeres. Una de ellas, Malalai Joya, pseudónimo de la representante más joven (acababa de cumplir 25 años) de la provincia de Farah, se sintió horrorizada al encontrarse una asamblea plagada de señores de la guerra, criminales y narcotraficantes.
Frustrada tras cuatro días sin poder hablar, engañó al presidente de la asamblea, Sibghatullah Mojadeddi, haciéndose pasar por otra persona y subió al estrado. “¿Por qué permiten poner en duda la legitimidad y legalidad de esta Loya Jirga con la presencia de los criminales que han llevado a nuestro país al estado en que se encuentra?”, preguntó. “Fueron ellos los que condujeron a esta nación a guerras civiles e internacionales. Son los elementos más misóginos de nuestra sociedad los que han llevado al país a esta situación y ahora quieren hacer lo mismo […] Todos deberían ser procesados en cortes nacionales e internacionales. Aunque les perdonara nuestro pueblo, los afganos de a pie, nuestra historia jamás les perdonará”.
Había hablado durante apenas 90 segundos. Mohadeddi, sorprendido y asustado por las miradas de furia y las protestas de los acusados que llenaban la sala (Sayyaf, Fahim, Dostum, Mohaqiq, Khan, Daud, Rabbani, Khalili, Arif, Quadir…) ordenó desconectar su micrófono. No pudo volver a la Loya Jirga al día siguiente y no pudo volver a hablar ante la asamblea, pero la BBC la llamó “la mujer más valiente de Afganistán” y el New York Times recogió su hazaña en un artículo titulado “Una joven afgana se atreve a mencionar lo inmencionable”.
En este libro, Joya, con la ayuda del periodista y pacifista canadiense Derrick O’Keefe, describe el vía crucis que le llevó a convertirse en “otra Malalai, otra Maiwand” (heroínas afganas) para algunos y, según sus enemigos, “en una prostituta, apestada y traidora” que ha sobrevivido a 5 intentos de asesinato y a innumerables conspiraciones, y que duerme cada día en una casa distinta, protegida permanentemente por escoltas.
A quien desee estar al día sobre lo que pasa en Afganistán le recomiendo las guías bibliográficas de Foreign Affairs, el informe del Afghanistan Study Group publicado el 16 de agosto con el título A new way forward…, los excelentes análisis de Gilles Dorronsoro sobre el conflicto para la Carnegie Foundation y los trabajos de A. Cordesman para el CSIS de Washington. Si sólo interesa un seguimiento del día a día, las crónicas para El Mundo de Mónica Bernabé, la única corresponsal española permanente en Afganistán, son de lo mejor que se puede leer en España.
De estas fuentes y los libros que están editándose en Occidente sobre la guerra más prolongada que libra EE.UU. desde Vietnam se desprende una imagen contradictoria, de un conflicto sin objetivos claros, más allá de la guerra contra Al Qaeda, pero justificado como respuesta a los atentados del 11-S.
Políticamente incorrecta en todo lo que dice y, sobre todo, en cómo lo dice, Joya pasa sobre puntillas sobre el 11-S, describe al régimen de Karzai como “mentalmente similar al de los talibanes” y defiende una versión de lo ocurrido en Afganistán desde 2001 muy diferente de la versión dominante. “La verdad sobre Afganistán se esconde tras una cortina de humo de palabras e imágenes, elaboradas con cuidado por los EE.UU. y sus aliados de la OTAN, y repetidas por los medios de comunicación occidentales sin que nadie las cuestione”, escribe.
“Tal vez pienses que una vez que desalojaron del poder a los talibanes, la justicia volvió a mi país. Mujeres afganas como yo, votando o yendo a la oficina, se muestran como prueba de que los EE.UU. han traído la democracia y los derechos de la mujer a Afganistán. Pero todo es mentira, polvo en los ojos del mundo […] Incluso durante los oscuros días de los talibanes, al menos podía salir con el burka (un ataúd para los vivos’) para dar clases clandestinas a niñas. Sin embargo, hoy día no me siento segura bajo mi burka, ni siquiera con mis escoltas”. Frente a quienes ven progresos entre los escombros y los muertos de cada día, Joya presenta “una situación cada vez peor”.
Se repiten algunos datos en los capítulos del texto y algunas referencias históricas importantes requieren más explicaciones. La primera vez que cita el asesinato del jefe de la Alianza del Norte, Massoud, lo sitúa “poco después del 11-S” (p. 44). Corrige el error en otros capítulos, pero muestra, igual que en el tono panfletario de muchas páginas y en el autobombo que supura el texto, una pobre edición o la influencia del coautor canadiense. Todos estos defectos se ven compensados por una descripción del día a día en su familia (exiliada durante años en Irán y Pakistán) antes, durante y después de la victoria talibán, de la guerra contra la URSS, de la guerra civil y de la ocupación occidental tras el 11-S.
No es posible entender el valor, casi suicida, de Joya sin las referencias a su abuelo paterno y, sobre todo, a su padre, estudiante de medicina en los 70 que dejó todo para luchar contra los soviéticos y siempre defendió y alentó la libertad y la educación de su hija.
Las acusaciones más gruesas de Joya están respaldadas por Human Rights Watch y Amnistía Internacional, y sus conclusiones finales sobre el presente y futuro del conflicto difieren muy poco de las conclusiones recogidas en los informes más sesudos de expertos y think-tanks citados anteriormente.
“Lo primero (que hay que hacer) es rechazar la guerra dirigida por los EE.UU. […], escribe en el último capítulo. “La guerra ha fomentado el terrorismo, cuando el supuesto objetivo es combatirlo. Los principales beneficiados del conflicto han sido los grupos extremistas […] La ocupación extranjera está añadiendo más gasolina al fuego […]”. Aconseja a Obama “buscar una salida […] en lugar de seguir con la política de escalada de violencia, que sólo creará más terroristas y más odio a EE.UU., mientras que a mi país sólo traerá más miseria y devastación”. Ni siquiera las ONG salen bien paradas: “Se han convertido en el problema en lugar de la solución”.
Como en casi todas las denuncias radicales, aunque más que razonables y justificadas en muchos aspectos, las propuestas de Joya ganarán pocos adeptos en las principales cancillerías y ministerios de Defensa occidentales. ¿Quién se atreve hoy a desarmar a los señores de la guerra afganos y a procesarlos, como exige la autora, por crímenes de guerra?
Está muy bien, como propone Joya, sustituir a los señores de la guerra y sus milicias por “personas y partidos democráticos capaces de luchar contra el extremismo”, pero ni ella ni nadie sabe cómo se pasa del infierno al paraíso sin dejar otra vez el campo afgano libre para los talibanes y Al Qaeda.
Battle for Iraq and Syria in maps
La Propaganda en la Guerra de Irak (mi capítulo en PDF)
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