Relaciones Internacionales – Comunicación Internacional

Las organizaciones internacionales desde el 11-S

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¿Cómo han cambiado las organizaciones internacionales desde el 11S? ¿Se puede afirmar que las que no estaban en crisis ahora sí lo están, como sugiere el título de la tribuna de debate, y que las que ya padecían problemas más o menos serios hoy hacen frente a problemas todavía más graves?

¿Qué organizaciones debemos elegir como las más representativas? ¿Pueden analizarse separadamente del contexto internacional objeto del análisis? ¿Cómo repartirse el trabajo en un tema tan amplio?

Con estas y otras preguntas similares decidimos por teléfono pocos días antes del debate Jesús Núñez y yo concretar un esquema o borrador de ideas para nuestra moderadora, la profesora Irene  Rodríguez Manzano, en el avión a Santiago el día de la tribuna. Durante el fin de semana anterior, en preparación del encuentro, redacté unos esquemas sobre la OTAN, la ONU y la UE que espero poder incorporar a esta entrada, con algunas notas del debate, más adelante.

Antes de esos esquemas me parece necesario hacer unas breves reflexiones sobre la realidad internacional de la que arranca el debate: los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono del 11 de septiembre de 2001.

Hace 12 años

Contando ya a Kósovo, habían nacido o renacido en Europa 29 países sobre los escombros del imperio soviético, disuelto pacíficamente en la Navidad del 91-92, y del muro de Berlín, derribado sin ningún plan previo el 9 de noviembre de 1989. Hay que remontarse a dos siglos antes, al Congreso de Viena tras la derrota de Napoleón, para encontrar una sacudida geopolítica de tales dimensiones en Europa. Con una diferencia: las transformaciones, en esta ocasión, fueron pacíficas hasta el 92, con los primeros disparos en la antigua Yugoslavia.

La historia, la religión, las culturas y los pueblos que habían sido callados o aplastados durante decenios recuperaban aliento, salían de sus prisiones y, con la libertad, se multiplicaban los temores a nuevos conflictos y se aceleraba la adaptación de las organizaciones para gestionar los cambios.

La UE improvisó un proyecto de unión monetaria para alejar los fantasmas de otra Europa alemana tras la unificación. Las principales organizaciones de la URSS y de los países del Este durante la Guerra Fría, empezando por el Pacto de Varsovia y el CAME, dejaron de existir, las occidentales se lanzaron a diferentes ritmos y con diferentes objetivos a cubrir el espacio dejado por el Ejército soviético y las nuevas naciones que empezaban a vivir en libertad presionaban a la OTAN y a la UE para que cubrieran ese vacío lo antes posible. Ocho años tardaron en conseguirlo (en 1999) Polonia, Hungría y la República Checa,

Un decenio después sólo tres países de la nueva Europa habían entrado en la OTAN, ninguno todavía en la UE y era la OSCE, la organización establecida a mediados de los setenta para curar las heridas aún abiertas de la II Guerra Mundial en  el continente la que tuvo que hacerse cargo de guiar a estos países en las primeras elecciones libres, control de conflictos, reconciliación y reformas de los aparatos de las dictaduras desplomadas.

Los EE.UU. parecían dominar el mundo sin competidores, pero, desaparecido el enemigo que había justificado durante el medio siglo anterior casi toda su estrategia, se sentían perdidos, sin saber cómo justificar los presupuestos y las instituciones de seguridad que dependían del mundo bipolar. Su dilema entre unilateralismo hegemónico y cooperación multinacional se plasmó en el rechazo de iniciativas tan importantes para la seguridad internacional como Kioto, el Tribunal Penal Internacional y el Tratado de Prohibición de las Pruebas Nucleares, la no intervención en el genocidio de Ruanda y la pusilánime respuesta a los atentados de Al Qaeda en los noventa, actitud que, probablemente, animó a Osama Bin Laden y a sus lugartenientes a preparar el golpe de gracia del 11-S.

Su fracaso en los Balcanes, su ralentización de la integración, los escándalos que conducen a la dimisión de Jacques Santer como presidente de la Comisión y los escasos cambios logrados en el Tratado de Amsterdam debilitan a la UE para hacer frente al doble desafío de la globalización y de la ampliación, pero esa dibilidad se difumina en la niebla del proyecto de moneda única y en la retórica de una Agenda de Lisboa con la que se pretendía en 2000 situar a la UE diez años más tarde a la cabeza de la jerarquía internacional en el siglo XXI. Era ya palpable que la Comisión, motor del camino hacia una Europa Federal, perdía influencia frente a los Estados miembros.

Para salir del letargo, la UE, todavía de 15 miembros, introdujo por fin el euro el 1 de enero de 2002, suavizó los criterios de convergencia y de ampliación, aprobó un nuevo tratado de transición, Niza, que preservaba la paridad en el Consejo entre Francia, Alemania, Italia y el Reino Unido, y puso en marcha una convención constitucional bajo la presidencia del ex presidente francés Giscard d’Estaing con la ambiciosa esperanza de convertir la Unión en una especie de Estados Unidos de Europa.

El 23 de abril de 1999 cuarenta y cuatro países -los 19 miembros de la OTAN y los asociados- se daban cita en Washington para celebrar  su cincuenta aniversario, la segunda ampliación al Este (la primera fue la de la RDA), aprobar un nuevo concepto estratégico y, tras la primera intervención bélica de la Alianza con resultados inciertos un año antes en Kosovo, adaptar la estructura y los objetivos de la organización a la nueva realidad internacional. Junto a la igualdad institucional, se eliminaba el veto en las cooperaciones reforzadas y estas quedaban excluidas de las decisiones que implicaran una operación militar. La Comisión y el Parlamento salieron reforzados, se extendió la mayoría cualificada y se fijaron las premisas de la Conferencia Intergubernamental que, en 2004, debía preparar a la UE para su transformación en una especie de Estados Unidos de Europa.

La experiencia de los Balcanes, primero en Bosnia y luego en Kosovo, abrió profundas grietas en la cohesión de los aliados y, junto a algunas lecciones positivas (la colaboración de Francia con los mandos integrados, el apoyo de la opinión pública, la expulsión del ejército serbio de Kósovo, etcétera),  convenció a Washington de que los europeos carecían de la capacidad y, sobre todo, de la voluntad para actuar como los EE.UU. esperaban a nivel global.

Esta lección determina su apuesta por las «coaliciones ad hoc» tras el 11-S, anticipa el choque diplomático en la invasión de Irak y siembra las bases para el unilateralismo estadounidense durante el primer mandato de Bush. Lo que no impide, por supuesto, cambios importantes en la estructura, en las misiones y en las relaciones de la OTAN con otros países y organizaciones antes y después de la cumbre del 99.

La ONU, revitalizada por la primera unanimidad en el Consejo de Seguridad en muchos años para intervenir en un conflicto (contra Irak en Kuwait gracias a Gorbachov), se lanzó a la solución de conflictos sin los medios adecuados en los noventa y, tras rotundos fracasos en los Balcanes y en la región de los Grandes Lagos, consiguió flexibilizar y modificar los criterios vigentes desde 1973 para las misiones de paz de la organización: consentimiento de las partes en conflicto, imparcialidad, uso de la fuerza sólo en autodefensa, mandato y apoyo del Consejo de Seguridad y financiación voluntaria de los miembros.

Tras su elección como secretario general en 1997, Kofi Annan propone sin éxito adaptar la estructura del Consejo de Seguridad a la nueva realidad internacional, objetivo fundamental que, tras una cumbre extraordinaria del Consejo en 1992, había quedado en el olvido, y, con la ayuda del experimentado diplomático argelino Lakdar Brahimi, elabora un plan de acción para las misiones de paz, publicado el 21 de agosto de 2000, que revisa los criterios de intervención, subraya la necesidad de integrar el mantenimiento de la paz y la pacificación, y cubre otros muchos problemas de doctrina, estrategia, gestión y toma de decisiones de la ONU en el mantenimiento de la paz.

Las experiencias de Kósovo, Timor Oriental y Darfur llevan a Annan y a sus asesores al convencimiento de que había llegado el momento de impulsar como principio de comportamiento de la ONU «la responsabilidad de protección» de las poblaciones amenazadas dentro y fuera de sus estados, y los nuevos desafíos de la globalización le empujan a buscar ayuda económica en actores no estatales y apoyo en la sociedad civil.

Fruto de ese impulso es el Grupo de la ONU para el Desarrollo en 1997, destinado a integrar las actividades dispersas hasta entonces entre 32 fondos, agencias, programas, departamentos y oficinas; el acercamiento al FMI y al Banco Mundial, independientes de la ONU aunque, sobre el papel, partes integrantes de la organización universal desde su nacimiento; y, como broche de oro, los Objetivos del Milenio, aprovechando el final del siglo XX, que acabaron firmando 189 países miembros y haciendo  suyas otras 23 organizaciones. A partir de la Declaración del Milenio, se elaboran los ocho Objetivos.

«Quedaron ultimados en el verano de 2001 después de un proceso de consultas y negociación digirido por John Ruggie y Michael Doyle, y supervisado por mi eficaz adjunta Louise Frechette, cuyas responsabilidades incluían las agendas económicas y de gestión de la ONU», escribe Annan en su libro Intervenciones. Una vida en la guerra y en la paz, publicado en España por Taurus en 2013.

«A Mark Malloch Brown, el activo y reformista jefe del PNUD, se le encomendó entonces la ambiciosa tarea de aplicar y defender los objetivos en todo el mundo», añade. «Básicamente, estos son los objetivos:

-Erradicar la pobreza extrema y el hambre

-Lograr la educación primaria universal

-Promover la igualdad entre los géneros y el empoderamiento de las mujeres

-Reducir la mortalidad infantil

-Mejorar la salud materna

-Combatir el VIH/sida, la malaria y otras enfermedades

-Garantizar la sostenibilidad medioambiental

-Desarrollar la cooperación global para el desarrollo.

Aunque todos esos objetivos, sus metas subsidiarias y sus baremos de referencia habían sido aprobados y suscritos por los principales Estados en los años anteriores, nunca habían tenido la proyección y el empuje necesarios para ser tenidos en cuenta.

«Uno de los rasgos cruciales de la Declaración del Milenio como instrumento de erradicación de la pobreza es que la firmaron todos los países. Establecía la responsabilidad de los países ricos de proporcionar ayuda externa, al tiempo que hacía depender dicha ayuda de una responsabilidad explícita de los países pobres y en desarrollo. En suma era un acuerdo global que decretaba un deber universal y compartido de proporcionar ayuda a los más pobres… Una lista de metas y medidas cuantificables con la vista puesta en la fecha límite de 2015» (Kofi Annan)

 

 

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