Llamas de Rueda (León): entre Almanza y Sahechores. El pueblo de mis abuelos maternos, tierra de lobos y de jabalíes, de caza y de centeno, donde pasé casi todos los veranos de mi infancia. Entonces tenía de 30 a 40 vecinos. Hoy no creo que lleguen a 10
Recuerdos de la infancia
(Navidad de 2013 desde Llamas)
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Prioro… Correo…
Rum, Rum, rum…
Correo… Prioro…
Rum, rum, rum…
DOS MUNDOS
se cruzan dos veces cada día,
mañana y tarde,
en el fondo del valle.
Dos carros de sueños
se paran a la vera del puente,
lamiendo ya el camino cortado en dos mitades
sobre zarzales y balsas
de escoltas permanentes
que se han ido.
Llamas, apagada allá en el fondo
cual liebre agazapada,
palpitando lenta, preguntándose
quién vendrá hoy,
quién bajará del cielo,
junto al río Corcos,
apenas ya un hilillo de esperanza.
Y abuela Teodora,
la espía de negro permanente,
eternamente oculta en el pañuelo,
el saco de hierba a sus espaldas,
otea silenciosa
cada cuerpo que sube,
cada cuerpo que baja,
siempre atenta
tras la pared de adobe
del corral de la casa que hizo Justo
con sus propias manos
antes de la guerra.
ENTRE LA TORRE Y LA DEHESA,
toros bravos
que nunca
embistieron
más que al aire.
Sendero abajo,
Herreros en el mapa
y
poco más allá lo
desconocido:
Villahibiera.
Llamas, apagada en recuerdos,
perdida entre dos siglos,
espejo de una España
pobre y buena, ni izquierdas ni derechas,
sólo atenta a la siega y a la parva,
al domingo con bolos
y a la siesta.
Noches de paz
rotas por sinfines
de sones embrujados,
Bajo el agua oscura,
sólo vagos recuerdos
de especies acabadas
que encendieron de gozo nuestra infancia
en reteles rasgados,
con olor a rana y a culebra,
atadas como cebo a las entrañas
de un fondo de misterio,
capaz de parir sacos de pinzas.
Cuando el tiempo era quedo y los hombres humanos,
el abuelo salía hacia una espera,

Jesús Maraña y Felipe Sahagún, el 25 de diciembre de 2013, entre la iglesia, el caño y la vieja casa de Macario, el centro inexistente de un pueblo deshabitado casi por completo, como tanto otros de Castilla y León
al alba o al ocaso,
que sólo él conocía.
Senda a senda, paso a paso,
entre el monte y el agua de la vida,
a la luz de un cigarro con estrías,
hecho a mano, cuarterón, librillo,
a veces máquina,
junto a la lumbre, el puchero y las tenazas.
Dame agua, decía,
para encender la lumbre y el cigarro.
Dame fuego, decía,
cuando tenía sed.
¡Cosas de abuelo!
Camperas de ayer,
donde yacen las huellas de la historia,
una historia cercana,
limpia y bella.
A los ojos de un niño,
paraíso en la tierra.
¡Silencio, empieza el parte de las diez
y el caudillo nos cuenta lo que pasa!
La paz y la victoria quedan lejos.
Los cangrejos marrones
se marcharon.
Tal vez huyeron, enrojecidos, tristes,
por la fuerza de un mar que no tuvieron.
Quizás de un mar americano,
sin sombras ni paleras
para fabricar arcos y flechas de caricias
con las que poder escapar cuando anochece
a vivir en libertad por unas horas,
lejos, muy lejos,
felicidad total tras la merienda,
con sólo un perro –Tony, Trotsky…-
por amigo y defensor
de tantos lobos sueltos.
Las uras se han cegado poco a poco,
por miedo al que vendrá
rumrumeando
en alfombras de humo
por las lomas que asoman a la iglesia.
Correo… Prioro…
Rum, rum, rum…
Prioro… Correo…
Rum, rum, rum…
No, que ya pasaron.
Este es un coche negro.
¡Agachaos, que no nos vea
el hombre del saco!

Vista aérea de Llamas
¡Tiraos a la cuneta, que puede ser el gran sacamantecas!
Cuando pasa el peligro, volvemos al monte de la Cota,
a beber las aguas cristalinas
del caño compartido con las vacas.
Y mientras pacen los duendes,
contamos en sueños las esquilas
para que no se pierda
ningún nombre.
Bura, Mira, Blanca, Niña, Buena… Bonita,
todas llanas.

El caño, donde abrevaba la vecería vacuna tras toda una jornada, de sol a sol, paciendo por el monte
Rueda, sin fin, en
Llamas,
apagada,
solitaria y quieta
para poder esquivar
a los sapos torpones
del camino
que separa el caño de la
casa,
al son de mil coros de grillos
y de alguna que otra ave carroñera.
¡Silencio! ¡Oíd!
Pueden ser lobos o raposos.
Retratos
en la memoria fugaz de adolescente,
perdidos para siempre.
Aullidos que surgen de la nieve
de inviernos amansados
por la risa
de cuatro mozos locos,
-tío Felipe, Tino, Pepe, Orestes, el mejor-,
jugando al tute hasta las tantas,
entre gritos que llegan al pajar
de todos los secretos
de la infancia.
Manesteruelo y tú
jugasteis a vivir como en la selva,
sin horas ni reloj, libres de carga,
con ojos para ver
siglos de hierba,
travestidos de mies, cama y almohada,
máquinas de limpiar,
noches de guardia
bajo mantas al borde del centeno,
dormidos a la luz de las estrellas
por si algún ladrón merodeaba.
Las urces, ayer pan,
nadie las quiere.
veinticinco del doce,
dos mil trece,
callejón de Miguel y de Macrina
tras las eras desnudas,
ya calladas,
sin sebes que separen las envidias
ni paredes de adobe que lo sepan.
¿Saber qué, abuelo Justo? ¡Qué, Teodora?
Mirar, saber mirar,
sencillamente,
a las diez y a las seis,
todos los días,
para ver quién viene
y quien se va
camino de Almanza o de Saechores.
Más allá, a la otra España,
en otros mundos,
estación final, fin de trayecto.
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