Para mí, neófito de Internet, la red es la sala de un gigantesco teatro lleno de escenarios en los que se están representando ininterrumpidamente incontables obras: buenas, malas, regulares, peligrosas, benéficas… Ninguna persona puede verlas todas a la vez. Moriría de un síncope… En algunas es posible participar e incorporarse al elenco de actores para ser protagonistas por un rato. En otras muchas, el acceso es restringido o sólo se permite ojear por una mirilla.
Así veía a mediados de los noventa en mi libro De Gutenberg a Internet… el nuevo medio de medios, la revolucionaria red de redes que, pocos años antes, había pasado de unos pocos a quien quisiera participar en ella. Aunque era dífícil anticipar su evolución en los veinte años siguientes, mis cuatro años de investigación para aquel libro me habían convencido de que habíamos entrado, a pesar de todas las diferencias, en un mundo nuevo, tan diferente del anterior o más que el de Gutenberg y el anterior a la imprenta.
En la historia de la comunicación sólo ha habido un acontecimiento comparable: el descubrimiento de la imprenta a mediados del siglo XV. De la misma forma que la imprenta rompió el monopolio que entonces tenía la Iglesia sobre las fuentes del conocimiento, el ordenador conectado a Internet puede romper el monopolio que, a finales del siglo XX, todavía tenían unos grupos minoritarios de un puñado de países avanzados sobre la ciencia, la política, la diplomacia, la paz, la guerra, la cultura, la economía…
Cuarenta años escribiendo en periódicos, 30 años informando desde la radio y unos 20 años escribiendo y contando con imágenes y sonidos desde RTVE la actualidad internacional me empujaban inevitablemente a probar, tarde o temprano, todos los nuevos medios nacidos a la sombra de la red global, pero no sentía la necesidad de más información y volcarme en las redes me parecía perder el tiempo.
Mis fuentes tradicionales -de primera mano, libros, revistas académicas, think-tanks, BBC, CNN, Al Jazeera en inglés desde 2006, New York Times, Financial Times, Le Monde, Reuters, AP, AFP…- llenaban con creces mis necesidades para la investigación, la docencia, el análisis periodístico y la divulgación sobre la sociedad internacional.
Durante muchos años utilicé intensamente Internet como fuente de búsqueda y como enlace con todos los medios tradicionales que, desde mis inicios en el periodismo internacional, a comienzos de los años setenta, habían sido mi hoja de ruta por el mundo, pero las nuevas redes -Facebook, LinkedIn, Twitter…- y los blogs me resultaban instrumentos prescindibles para mi profesión. Un secreto: lo mismo me pareció el móvil hasta que, en una cena de los premios Francisco Cerecedo, el presidente de Nokia España, con quien compartí mesa, me convenció de que cometía un grave error. A los pocos días me envío una caja con dos móviles y tarjeta de prepago, estrené uno y cambiaron mi opinión y mi vida para siempre. Naturalmente que se puede vivir sin móvil, sin televisión y sin muchos otros trastos o cachibaches -como solía decir el gran Felipe Mellizo antes de guardar el teléfono en el frigorífico para que no le molestara-, pero ¿por qué prescindir de lo que, bien utilizado, enriquece o puede enriquecer nuestras vidas y las de los demás?
Con el tiempo, a medida que veía el uso de la red por ciudadanos y gobernantes, ejércitos y espías, instituciones y organismos de todos los pelajes, mi resistencia se fue ablandando. Mi consulta diaria de centros de investigación y medios que iban convirtiendo las redes (perdón por saltar del singular al plural en dos líneas) en plataformas infinitamente más eficaces que las tradicionales para informar, formar y entretener acabó con mis últimos recelos.
Lejos de ser una pérdida de tiempo o un transportador inabarcable de chismorreo universal, las redes, bien utilizadas, pueden ser una catapulta poderosísima, casi indispensable, para vivir, progresar y comunicarse mejor en el siglo XXI. Por supuesto que, mal utilizadas, son un arma poderosísima de destrucción.
Enseñar relaciones internacionales o informar sobre ellas sólo con la palabra, cuando podemos hacerlo -yo siempre lo había hecho, pero sin integrar los distintos medios como ahora se puede hacer con los blogs- con plataformas multimedia -pido perdón a Jorge Cela, el último gran editor de TVE, quien odiaba esa palabreja- es perder una oportunidad magnífica de progreso. Convencido de ello, necesitaba a alguien que me guiara en los primeros pasos y tiempo para aprender los fundamentos. Ese alguien ha sido Myriam Redondo, a quien conocí hace años en el tribunal de su tesis doctoral: «Internet como fuente de información en el periodismo internacional». Mi primer año sabático, a partir de septiembre de 2012, tras 32 años de docencia en la Universidad Complutense, me proporcionaba el tiempo necesario para iniciarme.
Mi obsesión era construir un blog para convertirlo, de alguna manera, en una manual vivo, permanentemente enriquecido e interactivo de relaciones internacionales, aunque en septiembre de 2012 sólo tenía una idea vaga de lo que el blog podía llegar a ser y un nombre -Mundo sin Fronteras-, que, inconscientemente, ligaba directamente con mi tesis doctoral (El Mundo fue Noticia) sobre la cobertura de las guerras principales de los últimos siglos por los corresponsales españoles y mis 22 años, desde su nacimiento, como consejero editorial del diario El Mundo. Al mismo tiempo, refleja mi fe inquebrantable en un mundo sin barreras, más igualitario y más justo. De ahí mi desconfianza natural de todas las murallas nacionalistas, étnicas, religiosas, económicas… o, cada día más y por desgracia, también digitales.
En el primer minuto de la primera clase sobre qué es y cómo hacer un blog, que compartí con María José Pérez del Pozo, actual responsable de la sección de relaciones internacionales en la Facultad de Ciencias de la Información de la UCM, Myriam nos dijo: «Si vais a tener un blog, hay que estar en Twitter». Me sonó a chino, pero escribí su opinión, para mí una orden, en mi cuaderno de notas. En pocas semanas, sin haber escrito todavía una sola entrada en el embrión de blog pero con unos 2.000 seguidores en Twitter, comprendí la complementariedad de ambos medios.
Estoy seguro de que esa misma conexión existe o puede existir con los demás, empezando por Facebook, pero, aunque llevo años con cuenta en esta red, nunca me he sentido atraído por ella, quizás por el uso que muchos de mis alumnos y mis propios hijos hacen de ella: una continuación de conversaciones privadas y poco más. No descarto cambiar de opinión si, igual que me ha sucedido en cinco meses con Twitter y el blog, me incorporo algún día a ella en serio.
Lo reconozco porque, igual que no existen dos periódicos, dos emisoras o dos periodistas iguales, no creo en dos blogs iguales, aunque, obviamente, muchos se parecen a otros como gotas de agua.
En Twitter -tenía razón el profesor Francisco Veiga cuando me lo advirtió antes que nadie- he encontrado un medio de difusión y de opinión rápido, eficaz y sin límite (los 140 caracteres no son un límite, sino una norma indispensable para poder circular sin estrellarse) y en el primer blog, que hoy saco a la luz con mil reticencias por las erratas y fallos que, dada la velocidad a la que escribo, seguro que tiene, máxime viniendo de un completo novato en la feria, me ha parecido ver un medio incomparable para integrar todos los elementos de la comunicación indispensables para educar y educarse, informar e informarse, negociar, defenderse, prevenir riesgos y amenazas, destruir estereotipos y tabúes, facilitar la paz o la guerra, intensificar o debilitar los sentimientos más positivos y negativos…
Mundo sin Fronteras es, sencillamente, una continuación de lo que he hecho toda mi vida y, en parte, sigo haciendo fuera del blog: seguir la vida internacional y tratar de entenderla para poder explicársela a quien quiera escucharme. De momento, es, sobre todo, una herramienta de ayuda -para mí y para mis alumnos, amigos y compañeros de fatigas- y no un púlpito para seguir opinando, como vengo haciendo en los medios durante cuarenta años y como suele hacerse en la mayor parte de los blogs. Habrá opinión, claro, pero no es mi intención competir conmigo mismo o con mi periódico. Sí pretendo, en cambio, ofrecer algo mucho más importante: mi experiencia y ayuda para que quien quiera opinar de internacional, pueda hacerlo con mejores fuentes y mejores medios. Si lo consigo, me doy por satisfecho. Si, poco a poco, acaba naciendo de todo ello el manual interactivo de relaciones internacionales que considero necesario, perfecto.
Si la moral y el cuerpo aguantan, podría convertirse en miles de libros, videos, audios, artículos, fotos y notas compartidos con amigos, alumnos y compañeros interesados en lo mismo. Si de mí dependiera, seguramente nunca lo habría abierto, convencido como estoy de que está lleno de errores de forma y de fondo que deben corregirse, pero quienes saben más de esto, empezando por Myriam Redondo, me toman el pelo cada vez que expreso en voz alta estas reflexiones.
Si la moral y el cuerpo aguantan, este blog podría convertirse en un generoso escaparate con las docenas de miles de artículos periodísticos y los centenares de trabajos académicos y audiovisuales que han salido de mis manos desde que firmé mi primer artículo en un diario -Proa de León- en 1972 sobre la primera cooperativa de panaderos de la Tierra de Campos. El segundo, firmado ya en el Informaciones de Madrid con el nombre de Felipe Maraña, poco antes de adoptar mi pseudónimo definitivo, Felipe Sahagún, lo dediqué al interminable pantano de Riaño y lo debí hacer tan mal que hasta me felicitó por escrito el presidente de la confederación hidrográfica del Duero. Debió ser en 1973 o 1974.
Jamás creí, lo reconozco humildemente, que fuera capaz de reunir, como he reunido en dos curriculum, uno corto y otro más completo, en mi presentación, tantos de los trabajos académicos publicados. Creo que a casi todos los periodistas nos cuesta mucho guardar lo que escribimos, tal vez por esa vieja idea de que lo publicado hoy es envoltorio de carne o pez mañana.
Cuando no estoy muy cansado, siento que sería interesante ir añadiendo por etapas los más de mil artículos que publiqué desde Nueva York para el Informaciones desde 1976 a 1980, los publicados en Cinco Días el año que dirigí su sección de internacional (1980-81), los centanares de crónicas, comentarios y programas que hice para RNE entre 1981 y 1987, otros tantos para TVE entre 1987 y 2007, el análisis semanal de Tribuna entre 1989 y 2000, más de mil artículos publicados en el diario El Mundo desde 1989 y las críticas de más de cincuenta libros de política internacional en El Cultural de Luis María Ansón en los últimos años.
Consciente de que dos manos, dos ojos y dos ordenadores, aunque los doble con pantallas separadas de apoyo para facilitar la lectura y la escritura o el visionado, no dan para tanto, ahí dejo la idea. Para empezar, me conformo con lo ya sembrado en poco más de tres meses.
En ciencias sociales y humanidades jamás he creído en la separación rigurosa que hacen muchos investigadores y profesores entre publicaciones académicas y las que no lo son a la hora de evaluar méritos. Sólo quien desconoce el trabajo que exige la documentación, redacción del guión y el montaje definitivo de un buen documental puede compartir esa opinión, tan extendida como equivocada en quien no ha vivido, como es mi caso, toda su vida en las dos partes de la galaxia.
Cuando escucho a sesudos y prestigiosos académicos despreciar el trabajo periodístico, siempre me vienen a la memoria los numerosos trabajos periodísticos de grandes internacionalistas como Raymond Aron, George F. Kennan o Zbigniew Brzezinski -la lista sería interminable- que luego se han editado en formato de libro, sin que nadie se atreva a cuestionar su valor académico o de investigación por el formato.
Por esa razón y por mi inclinación natural a valorar el trabajo propio y el de los compañeros por sus resultados diarios y no por los certificados de méritos que reciban de una u otra institución o burocracia, estoy seguro de que un simple blog puede ser tan importante o mucho más que el mejor libro, aunque nunca se le reconozca una décima de crédito investigador o académico.
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