A veces, a la espera de comprobar si Donald Trump termina ya su carrera política y en mitad de una pandemia que repunta inquietantemente, basta una mirada a vuelapluma del panorama internacional para confirmar que muchas cosas no van bien. Así:
Israel aprueba la construcción de unas 5.000 viviendas en la Cisjordania ocupada, confirmando, por si era necesario, que nunca ha estado en la cabeza de Benjamin Netanyahu cumplir la condición de poner fin a la anexión, que se supone que figura en los acuerdos de normalización que ha firmado con Emiratos Árabes Unidos (EAU) y con Bahréin. Queda claro que son acuerdos que nada tienen que ver con la paz, como vuelve a quedar de manifiesto en el caso de Sudán, al que Washington presiona sin disimulo para que también reconozca a Israel si quiere salir de la lista de países que promueven el terrorismo.
Líbano, en mitad de una crisis sin igual, conmemora el primer aniversario del arranque de una movilización ciudadana que demanda una reforma en profundidad de un modelo político profundamente corrupto e ineficiente. La mejor señal de que, incluso con el agravante de la explosión del pasado 4 de agosto en el puerto de Beirut, la clase política no ha logrado alumbrar una alternativa, es el hecho de Saad Hariri vuelva a aparecer como la solución para conformar un nuevo gobierno. Y en una línea similar queda por ver en qué desembocan las movilizaciones que tienen lugar, con desigual nivel de participación, en Bielorrusia, Irak, Hong Kong, Argelia, o Tailandia, entre otros.
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