Una de las múltiples lecciones que debemos extraer de esta crisis del coronavirus es que el mundo occidental tiene que aprender a ser modesto.
Pensábamos que una pandemia así sólo podía ocurrir en África o Asia; y que nosotros, los occidentales, estábamos a salvo, que nuestro sistema de atención sanitaria, nuestra riqueza, nos protegía. Al principio, contemplamos con condescendencia la forma con la que China combatió la epidemia, convencidos de que la existencia de cierto grado de atraso explicaba que ese país se enfrentara, de nuevo, a una crisis sanitaria de ese tipo.
Luego descubrimos que nuestro propio sistema de salud, aunque eficaz, quedaba desbordado. Unas semanas más tarde, se cavaban fosas comunes en Nueva York, una ciudad sobrepasada por la pandemia. El mundo entero contempló consternado que los occidentales no estaban a salvo, y nosotros mismos nos dimos cuenta de esa fragilidad.
Esta crisis ilustra de modo meridiano que el mundo occidental ha perdido, y ya desde hace un tiempo, el monopolio de poder que antaño ejerció. A lo largo de los últimos cinco siglos, los occidentales pudieron fijar reglas, fijar la agenda internacional, y se acostumbraron a que los demás las obedecieran y siguieran sus puntos de vista.
El caso es que los occidentales hemos seguido creyéndonos en el centro del mundo. Cuando sólo somos una parte de él. Confundimos demasiado a menudo comunidad occidental y comunidad internacional pensando que, cuando nosotros, los occidentales, decidimos algo, a los demás no les queda más opción que seguirnos. Creemos demasiado a menudo que nuestros valores son superiores a los de los demás; y por ello, si queremos volver a imponerlos con órdenes o coacciones, corremos el riesgo de sufrir grandes desilusiones.
Tenemos demasiada tendencia a pensar que el punto de vista del otro no cuenta y que, cuando alguien se nos opone, no es que se oponga a nuestros intereses nacionales sino a los valores universales que se supone que representamos y, al mismo tiempo, promovemos. Por último, sobrevaloramos una y otra vez la coherencia de nuestro propio punto de vista y subestimamos el hecho de que nuestra incoherencia casi nunca pasa inadvertida en el mundo exterior.