Una pareja joven, veintitantos años, llega junto a su niño, casi casi recién nacido, al mercado de Cúcuta. Se quedan pegados mirando fijamente a la vitrina de uno de los puestos. Y rompen a llorar.
Llevan meses, casi un año sin ver una pastilla de jabón. Un bote de desodorante. Un frasco de colonia. Acaban de cruzar el Puente de Simón Bolívar, que se ha convertido en uno de los lugares más transitados del mundo.
En la frontera entre Venezuela y Colombia, los gritos de un niño se mezclan con ritmos de salsa y merengue. El sol y las nubes se alternan en el cielo, pero hace calor, bastante calor, la humedad se te pega a la piel, y cuesta distinguir la ropa del sudor. Un mercado caótico domina la escena. A la venta, productos de todo tipo y color: patatas negras, zapatos usados, cortes de pelo, pañales, papel higiénico, cebollas, motocicletas…
Un camino que recorren, cada día miles de venezolanos en éxodo, huyendo de la ruina que arrasa su país. La pobreza ataca a todos los grupos sociales, como explica Expósito: ”mujeres famélicas que cruzan, entremezcladas con otras absolutamente operadas. Un contraste imposible.”