“Ningún hombre, a menos que sea un zoquete, escribe como no sea para ganar dinero”, declaró Samuel Johnson. A medida que Internet va destruyendo el modelo empresarial en el que se ha apoyado históricamente al periodismo, al cine, a la música y a la televisión, la opinión generalizada en Silicon Valley es que Johnson estaba equivocado.
“La información quiere ser libre, porque el coste de difundirla es cada vez menor”, han insistido los activistas tecnológicos, citando al pensador tecnológico Stewart Brand.
Con esas dos citas, Jeffrey Rosen planteaba las dos visiones dominantes sobre el impacto de Internet en el negocio de la cultura en su crítica del último libro de Robert Levine, Parásitos. Cómo los oportunistas digitales están destruyendo el negocio de la cultura, publicada en El Cultural el 1 de febrero de 2013. Y añadía:
Según la opinión mundial encarnada por Google y Facebook y muchas de las mejores mentes del mundo jurídico y de la comunidad del interés público, el negocio de la cultura se está hundiendo porque los ejecutivos de los medios de comunicación de la vieja escuela que dirigen Hollywood, la televisión por cable, las compañías discográficas y los periódicos no han conseguido adaptarse a las expectativas de una nueva y exigente generación de consumidores de medios de comunicación que quieren películas, música, noticias y libros gratis allá donde se conecten.
Levine -señala Rosen en su crítica- da la razón a Johnson. Ambos bandos tienen sólidos argumentos y la batalla probablemente no se decidirá con victoria o derrota total de ninguno de ellos. Lo estamos viendo ya en la proliferación de medios que cobran por el contenido y de otros muchos que no se atreven a hacerlo por miedo a que sus seguidores abandonen el barco. No hay dos medios ni dos países iguales y, probablemente, nuevas tecnologías o nuevas adaptaciones de las que ya conocemos decantarán el pulso en un sentido o en otro. En espera de ese momento, parece prudente apostar por la conclusión de Rosen:
Con independencia de cuál sea nuestra postura en las guerras del negocio de la cultura, cuesta oponerse a la conclusión de Levine de que el statu quo es mucho mejor para las empresas tecnológicas y los distribuidores que para los creadores y los productores culturales. Puede que ese statu quo beneficie a los consumidores a corto plazo, pero si continúa, sostiene Levine, internet se convertirá cada vez más en un desierto artístico dominado por aficionados; un mundo en el que la música, la televisión y el periodismo son prácticamente gratuitos, y en el que todos obtenemos lo que pagamos.