Las portadas y fotografías más impactantes de EL MUNDO en esta exposición por nuestro 25 aniversario #25ElMundo
De Bonn a Berlín
Felipe Sahagún
El mundo de 1989 era todavía el de la bipolaridad, el de la Guerra Fría –en su fase más flexible, pero sin perder sus esencias-, el de bloques enfrentados en sus periferias, con barra libre desde comienzos de los setenta en el resto del planeta.
Era también un mundo revolucionario, de profundos cambios en el imperio soviético de la perestroika, en la China reformista de Deng Xiaoping y en un Oriente Medio trastocado por diez años de guerra en Afganistán y en el Golfo Pérsico.
Nacer en un parteaguas tan extraordinario de la historia –uno de los cinco grandes cambios de sistema internacional en los últimos cinco siglos- fue una suerte y, a la vez, un gran desafío para un diario. Si hay tantas lecturas como países del fin de la Guerra Fría y de sus consecuencias, lo más que se puede pedir de un periódico es que refleje lo mejor posible esa pluralidad de visiones.
Desde una posición liberal, sin dogmatismos, si algo hemos aprendido es que, en la historia, cada victoria mal digerida produce nuevos monstruos: la victoria en Afganistán contra la URSS, el fundamentalismo yihadista más reciente; la victoria del mercado sobre el comunismo, desastres financieros como los que todavía sufrimos; la meteórica expansión de la UE al Este una indigestión estructural; triunfos aplastantes como el del 2001 sobre los Talibán y el del 2003 sobre el Irak de Sadam, dos de las tres guerras más prolongadas en la historia de los EE.UU., de las que se van retirando con más pena que gloria, dejando atrás países en igual o peor estado que los encontró.
Nosotros, los periodistas, sólo podemos explicar lo que hicimos y cómo lo vivimos. En las portadas seleccionadas para este especial se recogen algunos de los principales momentos: caída del muro de Berlín, ejecución de los Ceaucescu, detención de Noriega, invasión iraquí de Kuwait y su expulsión por la gran coalición, liberación de Mandela, golpes y contragolpes en los estertores de la URSS, guerra de Bosnia, asesinato del juez Falcone y fin de ciclo en Italia, genocidio de Ruanda, guerra de Argelia, asesinato de Isaac Rabin, acuerdos de Dayton, muerte de Deng, huracán Mitch, atentado de Omagh tras la paz del Ulster, Juan Pablo II en Cuba, guerras de Chechenia y de Kosovo, orden de detención de Pinochet, fin de Milosevic, pucherazo electoral en los EE.UU., el 11-S, guerras de Afganistán e Irak, muerte de Arafat, atentados del 7-J y del 11-M, tsunami del Pacífico, semi-retirada de Fidel Castro, JJ.OO. de Pekín, victoria de Obama, muertes de Kim Jong Il y de Osama Bin Laden, terremoto de Haití, accidente de Fukushima, sacudidas árabes fallidas, final de Hugo Chávez, guerra de Siria y crisis de Ucrania.
En esas portadas, la espuma de corrientes profundas que sólo con el tiempo se dejan ver con toda intensidad, pueden leerse las firmas de los corresponsales y enviados especiales que cubrieron esos acontecimientos: Alfonso Rojo, Julio Fuentes, David Jiménez, Javier Espinosa, Carlos Fresneda, Julio A. Parrado, Francisco Herranz, Daniel Utrilla, Ruben Amon, Ramy Wurgaft, Juan Ignacio Irigaray, Cristina Frade, Ana Romero, Angel Tomás González, Mónica G. Prieto, Rosa Meneses… No están todos los que son, lo sé, pero en ellos nos sentimos bien representados los más de 50 corresponsales y diez jefes de internacional que, en el anonimato casi siempre, hicieron posible el milagro.
Dos de los que están murieron en acto de servicio y otro, Espinosa, con Jiménez el principal continuador de la escuela Rojo-Fuentes de corresponsales-enviados especiales, liberado en marzo tras seis meses secuestrado en Siria, sigue siendo el mejor ejemplo de lo que El MUNDO fue y quiere seguir siendo en internacional: voz de los que no tienen voz y testigo fiel de la realidad más allá del poder y de sus portavoces.
Tras su bautismo en el infierno ruandés del 94, cubrió las principales guerras africanas de los 90, se curtió en Centroamérica y en el Magreb, y se convirtió en uno de los principales testigos de las guerras del último decenio en el gran Oriente Medio: desde Mauritania a Afganistán.
El día en que El Mundo vio la luz –recordábamos en nuestro quinto aniversario- Jozsef Antall era elegido jefe del Foro Democrático húngaro y nacía la nueva República de su país. “La división alemana es una garantía de paz en Europa”, declaraba el último embajador de la ex RDA en Madrid a John Müller, primer jefe de la sección de internacional del diario.
La ceguera de Harry Spindler o su falseamiento intencionado de las causas del éxodo masivo de alemanes orientales eran sólo un síntoma del oscurantismo y la confusión trepidante que ensombrecían todavía la realidad europea en vísperas de la caída del muro de Berlín.
Explicar aquel umbral entre dos mundos y alumbrar para nuestros lectores los caminos posibles y los desafíos a finales de los 80 y comienzos de los 90 fue el primer gran reto informativo del nuevo periódico, que veía la luz con el compromiso explícito de defender y luchar por la verdad, la libertad y la democracia, contra la corrupción y el terrorismo dentro y fuera de España, cualquiera que fuera su origen.
En su primera Carta del director, Pedro J. Ramírez, en plural mayestático, prometía la intransigencia del nuevo periódico “en cuanto afecte a los derechos humanos” y defendía “un profundo impulso regeneracionista” de España desde la innovación, el coraje personal y el sentido de la decencia. No había más compromisos ni ataduras ideológicas.
A caballo entre Sociedad e Internacional, encontramos en el primer número del periódico otra carta de director, esta vez de The Guardian, Peter Preston. Su contenido viene a ser la contraportada de la carta de Pedro J. Ramírez, y una descripción del camino que, en un mundo de fronteras evanescentes, EL MUNDO se proponía recorrer de la mano del prestigioso diario liberal británico, un camino pronto reforzado por acuerdos de cooperación con Liberation e Il Corriere della Sera.
Nacía haciendo Europa desde abajo, los Estados Unidos de Europa, la Europa de los pueblos, una Europa movilizada contra el chovinismo que, como escribía Preston, “no puede ser ordenada desde Bruselas ni rechazada por los parlamentos nacionales”. Y añadía: “Europa es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos y de los altos funcionarios… Un día muy cercano tendremos un continente sin fronteras comerciales, con una moneda única y con la necesidad de encontrar ideales comunes”.
“The Guardian nos enseñó a hacer Internacional”, reconocía Müller en el especial del quinto aniversario. “Allí estaban nuestros mejores maestros”.
La utilización de gráficos como elemento principal del contenido, la prioridad dada al análisis y a la opinión, la búsqueda de la diferencia, de la pluralidad de opiniones y del interés humano, los documentos especiales -y el esfuerzo por situar, a pesar de los limitados recursos, enviados especiales propios en los principales focos de la actualidad fueron desde los primeros meses –y siguen siendo- señas de identidad del nuevo periódico, integrado pocos años después en el grupo italiano RCS, uno de los más importantes de la comunicación en Europa.
La visión histórica de cada uno está muy condicionada por su lugar de observación. El 4 de junio de 1989 vivido desde el corazón de Europa fue, sobre todo, el día de la victoria de Solidaridad en las primeras elecciones libres de Polonia. Ese mismo día, para quienes creyeron llegada la hora de avanzar en las libertades políticas con igual o más decisión que en las económicas en China, fue el día de los grandes sueños rotos por los tanques sobre miles de cadáveres en Tiananmen.
Veinticinco años después Beijing sigue considerando secreto de estado lo sucedido.
Para el conflicto árabe-israelí, con cinco guerras (una por decenio si incluimos la Operación Paz en Galilea) en los cuarenta años anteriores, en cambio, el 89 fue un año relativamente tranquilo, de una paz fría con Egipto edulcorada por el fin de la primera intifada en los territorios ocupados.
Hasta la mal llamada primavera de 2011, muy pronto ensombrecida por la guerra de Siria, el golpe de Egipto y el caos en Libia, ningún dirigente árabe creyó verse afectado por las grandes movilizaciones ciudadanas en defensa de dignidad y libertad.
El propio concepto de fin de la Guerra Fría resulta extraño para un observador asiático, pues los tres frentes principales de la tensión en el continente –entre las dos Coreas, entre las dos Chinas y entre India y Pakistán- siguen abiertos y sin solución previsible a corto o medio plazo.
Un cuarto de siglo después, algunos de los perfiles más intensos o trascendentales del 89 para los testigos directos, como el miedo al caos en el país más poblado del mundo, se van difuminando, mientras que otros, como la compatibilidad o incompatibilidad entre un sistema capitalista y una dictadura de partido único que se sigue llamado comunista, se tornan trasparentes. Mientras no se demuestre lo contrario, son compatibles.
Como ha sucedido con la mayor parte de los hechos más relevantes de la historia, pocos anticiparon la sacudida global del 89 y ninguno previó la forma y el momento exactos en que se produjo, una lección de humildad para quienes vivimos de narrar, analizar o gestionar desde el periodismo, la academia, la diplomacia o la política lo que sucede cada día.
En el noveno número de EL MUNDO, el 31 de octubre del 89, se publican los primeros artículos firmados por Alfonso Rojo y Julio Fuentes. Tres días después, Rojo adelantaba desde Atenas la victoria de los conservadores en las elecciones griegas y el 8 de noviembre firmaba su primer artículo desde Berlín.
Con sólo 17 días de vida, pocas horas antes de la caída del muro de Berlín, escribía Rojo: “Alemania Oriental entra hoy en una fase de incertidumbre política que puede concluir con el desmoronamiento total del régimen comunista, con su desaparición como Estado independiente o con una masacre similar a la de Tiananmen”. Los hechos le dieron la razón esa misma noche.
Sorprendidos por la oportunidad histórica y decididos a no dejarla escapar, el canciller Helmut Kohl y su ministro de Exteriores, Hans-Dietrich Gensher, apostaron por la unificación rápida frente a los temores de Thatcher y Mitterrand. Se ganaron a George Bush padre como su principal valedor, arrinconaron a Mijail Gorbachov y en pocos meses –elecciones en marzo del 90, unión monetaria alemana el 1 de julio, viaje de Kohl a la URSS del 14 al 16 del mismo mes…- Moscú fue cediendo en todo por unos miles de millones de marcos y algunas promesas estratégicas de neutralidad que Occidente nunca respetó.
Vladimir Putin, líder indiscutible (como primer ministro en 1999 todavía con Yeltsin, presidente de 2000 a 2008, primer ministro de 2008 a 2012 y, desde entonces, de nuevo presidente) de la nueva Rusia nacida en la Navidad del 91, considera ese incumplimiento y la obsesión de Occidente por ocupar el vacío dejado por los soviéticos en su imperio exterior causas suficientes para justificar el rearme ruso y las intervenciones de los últimos años en su extranjero próximo, especialmente en Georgia y Ucrania.
Toda Alemania se quedó en la OTAN y la ex RDA se incorporó en horas a la UE sin negociación alguna. Kohl fue reelegido canciller por aplastante mayoría en las primeras elecciones de la nueva Alemania unida a finales de 1990 y aceptó la unión monetaria europea en Maastrich meses después para tranquilizar a las democracias occidentales. Lo que el historiador británico denominó refolution (reforma con revolución), con raíces en el annus mirabilis de 1979-80 (elección de Thatcher, Reagan y Juan Pablo II, invasión soviética de Afganistán, revolución de Jomeini, levantamiento de Solidaridad en Polonia y lanzamiento de las reformas en China) culminaba diez años después con apenas derramamiento de sangre.
“Fue un golpe de fortuna”, contaba Rojo años más tarde. “Estaba en Grecia cuando empezó todo y fui, terminadas las elecciones griegas, por Berlín a ver qué pasaba. Algo parecido nos sucedió con Rumanía poco después. Estaba en Praga y pude pasar la frontera. No se había planificado”.
Mirando hacia atrás con la satisfacción del trabajo bien hecho, Rojo ha reconocido que lo más fácil y lo más rentable, profesionalmente, de aquellos años fue la guerra del Golfo y lo más difícil, Yugoslavia. Aunque por ambos frentes pasaron otros francotiradores del periódico, fueron Rojo y Fuentes los que se llevaron la palma, las principales portadas y, Fuentes sobre todo, los mayores sacrificios y riesgos.
Una entrevista con el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y la invasión estadounidense de Panamá para detener a Noriega, sus primeros trabajos en EL MUNDO, son un anticipo de su prolífica, intensa y brillante carrera por los principales conflictos del planeta en los doce años siguientes, hasta que el fatídico 19 de noviembre de 2001 fue asesinado, con tres compañeros de profesión en la carretera de Jalalabad a Kabul mientras cubría la intervención estadounidense en Afganistán contra los talibán y Al Qaeda tras los atentados del 11-S.
En noviembre del 99, diez años después de la caída del muro de Berlín, invitados por Vaclav Havel al Castillo de Praga, los protagonistas del 89 –Bush padre, Kohl, Thatcher, Walesa, Gorbachov y la viuda de Mitterrand (Reagan aún vivía, pero llevaba años enfermo de alzheimer)- habían olvidado en gran medida la esencia de la revolución.
Gorbachov, profundamente disgustado, por las “lecturas sesgadas” de los dirigentes occidentales, les recordó que él y sólo él hizo posible el milagro concediendo la libertad a millones de europeos sin preguntarles qué harían con ella. “No doy crédito a lo que escuchan mis oídos”, declaró, sin poder ocultar un malestar que Putin pronto utilizaría para impulsar su estrategia de recuperación de la influencia perdida.
“Creía que el 89 había sido el año de la reconciliación entre los bloques enfrentados y del fin de la mentalidad de la Guerra Fría, y sólo oigo hablar de derrotas y de victorias”, añadió.
Tímida, como fuera de sitio, la viuda de Mitterrand echó un jarro de agua fría a los prepotentes vencedores y humillados perdedores: “Atención, que tras el fin de un totalitarismo puede venir otro: el del libre mercado en un mundo globalizado”.
A pocos meses del 11-S y a pesar de los avisos en atentados tan graves como los de Kenya y Tanzania del 98, Occidente prefería ignorar todavía la amenaza de Al Qaeda, producto de la guerra de los ochenta en Afganistán.
Palabras proféticas las de Danielle Miterrand, leídas hoy, tras el trauma de la crisis financiera y económica más grave que ha sufrido Occidente desde 1929, que ha puesto en peligro la supervivencia del euro y que, en las octavas elecciones legislativas europeas desde 1979 (séptimas en España), que tuvieron lugar el pasado 25 de mayo, provocaron, según el primer ministro francés, Manuel Valls, “un terremoto histórico” al dar la victoria al Frente Nacional en Francia, contrario al euro, y a UKIP en el Reino Unido, partidario de la retirada británica de la UE.
Las cinco tendencias que parecía alumbrar la Posguerra Fría –unipolaridad, pacificación, globalización, regionalización y democratización- han sufrido tantos altibajos, sobre todo en el último decenio, que cualquier generalización resulta arriesgada.
De la unipolaridad de los 90 se mantiene, en gran parte, el nivel militar, con una superioridad estadounidense indiscutible y un presupuesto militar anual de unos 550.000 millones de dólares este año a pesar de los recortes, pero en el ámbito económico se consolida una multipolaridad –que no multilateralidad- de muchos niveles y en el político cohabitan el sueño post-estatal europeo, seriamente cuestionado por la crisis, y el neowestfaliano de China, Rusia y otros emergentes.
Como se explica en el Panorama Estratégico 2014, en el imaginario triángulo formado hoy por los EE.UU., China y Europa sobresalen
la preponderancia que sigue teniendo la geoeconomía sobre la geopolítica,
la influencia decisiva de las dinámicas internas sobre las exteriores,
el fin del modelo intervencionista de los primeros años de siglo, merecedor de varios premios Nobel de la Paz, que culminaba en 2005 con la aprobación de “la obligación de proteger” por Naciones Unidas,
como advirtieron muchos internacionalistas desde el principio, ese intervencionismo humanitario se convirtió pronto en nuevas formas de imperialismo o de conquista militar,
el regreso de la diplomacia y de la ONU, a pesar de su anquilosamiento, para la solución o, al menos, para evitar la escalada en algunos de los conflictos más arraigados tras su flagrante y, para muchos,
criminal fracaso en Bosnia, Ruanda, Irak y algunas de las guerras más recientes, como la de Siria,
la ralentización de la convergencia de las economías emergentes tras un avance espectacular en el primer decenio del siglo XXI,
la recuperación de la influencia de Rusia en su extranjero próximo y en Oriente Medio tras el decenio perdido de los 90 bajo la presidencia caótica de Yeltsin,
la brecha creciente tanto en objetivos como en responsabilidades y prioridades de los EE.UU. y de sus aliados europeos cuando empiezan a negociar el tratado comercial más ambicioso de la historia,
la reticencia de los EE.UU. a seguir actuando como líder tras 25 años de intervenciones o guerras –Balcanes, Afganistán, Iraq y contra Al Qaeda- , que han disparado su deuda, polarizado su sistema político y empobrecido a millones de sus habitantes sin mejorar apenas -todo lo contrario- su imagen o prestigio en el exterior
El momento democrático del 89, metáfora del fin anticipado del siglo XX y de sus peores ismos –comunismo, fascismo, nazismo y tantos nacionalismos violentos-, impulsó en los 90 las transiciones democráticas en Europa central y oriental, Latinoamérica, el sureste asiático y partes de África, y demostró la decisiva importancia de la sociedad civil, adormecida durante la Guerra Fría, para el impulso de las grandes transformaciones humanas.
De 167 países analizados en 1989 por Freedom House, 61 (el 37%) recibían el reconocimiento de libres, 44 (26%) el de semilibres y 62 (37%) el de no libres: autoritarios o totalitarios. De los 195 analizados en 2014, 88 (45%) eran calificados de libres, 59 (30%) de semilibres y 48 (24%) de no libres. Un avance claro en términos absolutos, pero engañoso si tenemos en cuenta que el número de países libres sigue siendo el mismo hoy que en 1998.
Esto significa que el principal avance democrático del último cuarto de siglo tuvo lugar en los 90, coincidiendo con el establecimiento de tribunales internacionales ad hoc de derechos humanos y del tribunal penal internacional.
El balance de la libertad de prensa en el mundo en el último cuarto de siglo es todavía peor.
El fracaso de las economías de planificación central aceleró la expansión del sistema de libre mercado a la mayor parte del planeta y aceleró tanto la globalización como la liberalización de los flujos financieros y la deslocalización de la producción sin los controles adecuados para evitar excesos que, a partir de la burbuja inmobiliaria estadounidense y de los bonos basura, precipitaron la recesión en Occidente a partir de 2008.
La revolución tecnológica –el primer móvil comercial es del 84, la red echa andar en el 91, Microsoft Explorer en el 95, Napster en el 99, Facebook en 2004, el primer vídeo se cuelga en YouTube en 2005, el primer mensaje de Tweeter es de 2006- cambió el mundo y obligó a El MUNDO a adaptarse y a integrarse en la sociedad digital. La esencia del periodismo no ha cambiado, pero todo lo que le rodea, tanto en nacional como en internacional, se ha transformado.
La unificación alemana se aprovechó para impulsar la unificación y para exportar su modelo de paz y de prosperidad a la periferia, pero el núcleo elegido para anclar a la nueva Alemania en la nueva Europa –la moneda única, en vigor desde el 99 en los mercados y desde 2002 en la calle, primero en 12 países, hoy en 18- no se acompañó de los mecanismos de coordinación e integración económica, fiscal, bancaria y política necesarios para poder responder a tempestades, lo que obligó a improvisar medidas extraordinarias en los últimos años para evitar el desplome de todo el edificio comunitario.
Según los años y las regiones del planeta, la sociedad internacional de los últimos 25 años ofrece conflictos más propios de un nuevo Medioevo que del Siglo XX y constelaciones de actores nuevos y viejos con capacidades creativas y destructivas sin precedentes gracias a la revolución tecnológica, a la mundialización política, a la globalización económica y a la recuperación sin precedentes del viejo Imperio del Medio, China, cuyo PIB ha pasado en el último decenio del sexto al segundo puesto en la economía mundial, con un crecimiento medio anual de casi un 10 por ciento.
Esto significa, como advierte el embajador Eugenio Bregolat, uno de los españoles que mejor conocen aquel país, que, en valor nominal, la riqueza de China se ha multiplicado por 52 entre 1978 y 2014 (en valor constante, por 22).
No hay, seguramente, transformación más revolucionaria en el último cuarto de siglo y, con la explosión de internet y las redes sociales, nada más decisivo para la evolución de la sociedad internacional en el nuevo siglo.
Si el Reino Unido tardó 60 años en multiplicar por dos su PIB, los EE.UU. 50 años y Japón 35 años, China lo ha conseguido en 9 años, aumentando su participación en el PIB mundial del 1.6% en 1978 al 10.4% en 2011, al tiempo que el de los EE.UU, la superpotencia única salida de la Guerra Fría, se ha reducido del 38% en 1960 al 21.5% en 2011.
“Son cambios tan profundos que se dan muy pocas veces en un milenio”, explica Bregolat.
¿Cómo se integra esta nueva superpotencia en un sistema construido en un contexto tan diferente como el de la segunda mitad del siglo XX? Plantea muchos y muy graves problemas, y los dirigentes chinos lo saben, pero el viejo mandarinato ha dado suficientes lecciones y sorpresas al mundo desde que nació EL MUNDO como para seguir teniendo esperanza.
(Texto publicado esta semana en el libro EL MUNDO 25 AÑOS EN MOVIMIENTO)
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