
24 de abril de 2019
Lo primero que recuerdo de mi relación masoquista con Venezuela son unas manchas de sangre en el suelo de una plaza en Caracas.
Con la imagen de una virgen, unas flores y unas velas, habían improvisado un pequeño altar justo en el lugar donde tres personas habían muerto a tiros el día anterior. Eran los días turbulentos del fallido golpe de Estado contra el presidente Hugo Chávez en 2002.
Desde entonces, nada entre ese país y yo fue normal.
Tras haber sido enviada a Venezuela varias veces a cubrir acontecimientos especiales, incluidas la muerte de Chávez y la elección de Nicolás Maduro en 2013, llegué a ocupar la dirección de la oficina de la AFP en los primeros días de septiembre de 2015, justo cuando la crisis entraba en lo más profundo.
Sin darme tregua de principio a fin, ese país me acaba de despedir en marzo con los peores apagones de su historia.
Fueron tres años y medio; pero aquí los tiempos son otros: un día es una semana; una semana, un mes; un mes, un año; y un año, una década. Los que yo estuve… me parecieron una eternidad.
Venezuela ha sido, sin duda alguna, mi mayor desafío profesional y personal: entenderla, explicarla y, al mismo tiempo, sobrevivirla.